viernes, 22 de junio de 2012

Miedo a volar


Me iba a Egipto con Harry Grey, un periodista explorador y aventurero. Y por más que me mentalizaba, no podía creerlo.

A pesar de nuestras charlas telefónicas diarias, yo cada vez me sentía más inquieto. Uno de los motivos fue la indignación de mi amigo Alfonso porque me iba a perder el maratón de videojuegos que llevábamos meses planeando. Aunque cuando le expliqué el motivo aseguró alegrarse mucho por mí, lo cierto fue que le hice una faena.

La otra razón por la cual no podía conciliar el sueño era la idea de tener que viajar en avión. A ver, no era tan gallina. Ya había montado en avión, y recordaba que la experiencia me gustó. La emoción del despegue, cuando las ruedas se separan del suelo y empiezas a subir y a subir, y aquello parece no acabar nunca, y miras por la ventanilla y ves el mundo como cuando miras un mapa, y te baila el estómago, el píloro, la riñonada, y piensas que vas a echar la pota de un momento a otro y a llenar todo de vómito como Gordi en el cine o Terry Jones en El sentido de la vida. Eso fue soportable. Lo que no me gustó tanto fue la cagalera que agarré al llegar a Palma de Mallorca. No sé si fueron los nervios, la comida del avión o las turbulencias (que hubo pocas pero hubo), pero estuve un par de días casi sin poder salir del baño. Eso traumatiza a cualquiera, y la idea de volver a subirme a un avión para viajar a un lugar tan lejano y exótico como Egipto me provocaba cierta intranquilidad en el estómago.


Como no podía dormir, por las noches releía los libros de mi tío Felipe. Aquellas palabras escritas tantos años antes sonaban en mi cabeza con su voz grave y serena, como si las estuviera pronunciando para mí. De vez en cuando cerraba el libro y miraba la fotografía de la solapa. En todos era la misma. Una foto en blanco y negro de mi tío sonriendo ante una de las tres famosas pirámides, con pantalones cortos, camisa de explorador y un sombrero de tela calado hasta los ojos. Llevaba en la mano un bastón sobre el que se apoyaba con naturalidad y se le veía tan feliz como siempre le recordaré. Y eso que creo que él sólo era feliz en tres ocasiones: cuando estaba por ahí explorando ruinas, cuando se sentaba ante sus cuadernos a escribir con todo detalle sus aventuras y descubrimientos... y cuando venía a contármelos a mí y yo le escuchaba con fascinación y la boca abierta. Otros niños esperaban la visita de sus tíos o sus abuelos porque solían traerles chucherías. A mí el mío me traía historias tan dulces como el mejor de los caramelos y tan exóticas como una tonelada de chicles de piña.

En sus historias primero y después en sus libros me enteré de que en aquel lejano país llamado Egipto había florecido una de las más misteriosas civilizaciones de la Historia (a mi tío le gustaba escribirlo así, con mayúscula). Gentes que habían vivido cinco mil años antes que nosotros y que habían sido capaces de crear un gran imperio, dominar las técnicas agrícolas, la navegación, y que habían erigido gigantescos monumentos como la gran esfinge o las pirámides, llenos de misterios muchos de los cuales aún estaban por desvelarse. 


Sabía que los egipcios creían en la vida detrás de la muerte, que momificaban a sus muertos para garantizarles una existencia en el Más Allá, que vivían, trabajaban y morían bajo el auspicio de enigmáticos dioses, mitad humanos mitad animales, como Horus, Anubis o Ra. De todas las civilizaciones antiguas, la egipcia era quizá la que más estimulaba la imaginación, y de hecho una de las salas más populares del Museo Arqueológico era la dedicada a Egipto, con sus momias humanas y también de halcones, gatos y cocodrilos. 

Fue un gran pueblo en el que convivía la magia con la ciencia, el poder real de los faraones con la voluntad del pueblo, la vida con la muerte... y los vestigios de todo aquello se alzaban aún sobre las arenas de aquel país en el que yo iba a poner los pies en menos de una semana. ¡Era sencillamente increíble!

En clase me dedicaba a fardar, y aunque la mayoría de mis compañeros no lo demostraban, yo sé que en el fondo les corroía la envidia. Era cierto que envidiaban más el hecho de que fuera a saltarme los exámenes que el viaje en sí, pero la envidia estaba allí y eso me hacía disfrutar.

Entonces, justo un día antes de marcharme, ocurrió la pesadilla.

Pero os dejo con las ganas hasta la próxima entrada del blog.

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