sábado, 9 de junio de 2012

Las tres edades


Minerva murió esa noche. Yo estaba enfrascado en la lectura del libro de Jack London cuando miré hacia su terrario y la vi más quieta de lo habitual. Al acercarme descubrí que ya no estaba, que se había ido. Como mi tío Felipe. Aunque no tenía ninguna prueba de que mi tío Felipe estuviese muerto, mientras que Minerva exhibía ante mí su cadáver, duro y frío. Me senté en la cama y lloré en silencio. Luego, con la primera claridad del alba, cogí su cuerpecito sin vida y lo metí en una gran caja de cerillas que llevaba años en la cocina. La enterré en una maceta con geranios antes de volver a la cama. Pero ya no me apetecía seguir leyendo, así que me quedé quieto, mirando amanecer por la ventana.




Buenas tardes, Jaime —saludó Alicia Velamazán cuando, precedido por mis inexpresivos padres, entré en la biblioteca del instituto a la mañana siguiente—. Fernando, Adela...

La biblioteca era un lugar caluroso y agradable, uno de los pocos de aquel edificio de ladrillo gris cuya fealdad sólo encontraba semejanza en el horrible gimnasio. Yo solía visitarla con frecuencia, y no había semana que no tomara prestados varios libros, casi siempre novelas de aventuras o manuales de historia, arte o arqueología que hacían que mis compañeros me miraran como si se hubieran tragado una araña viva (cosa que hacía también de vez en cuando). 

Quitando a mi amigo Alfonso, que aun así era más adicto a las consolas que a esos primitivos artefactos con páginas, tinta y tapas, los demás no entendían que pudiera emplear mi tiempo libre en la lectura de aquellos tochos sobre lugares lejanos, rotos y llenos de polvo que, según ellos, no podían interesar ni siquiera a las personas que los construyeron. Una vez más, había que culpar a mi tío Felipe de mi inadaptación.



A diferencia de otras veces, Alicia pidió a mis padres que esperaran fuera un segundo mientras hablaba conmigo.

         —¿Qué ha hecho esta vez? —masculló mi padre abriendo y cerrando las manos rápidamente, como si echara de menos sus documentos sobre los hititas y estuviera a punto de sufrir una crisis de ansiedad.

—No ha hecho nada, no se preocupe. Es sólo que antes de la reunión necesito hablar a solas con él. Pueden esperar en la cafetería, les llamaré enseguida.

Mis padres se fueron refunfuñando y yo me quedé pálido como una vela cuando Alicia me guió a una mesa al fondo de la biblioteca a la que estaban sentados dos hombres. A uno de ellos era normal verlo allí; pero el otro...

         —Hola, Jaime —saludó el doctor Raimundo Queraltó por debajo de su bigote de foca.
         
          —¿Cómo está, doctor? —pregunté sin poder quitarle la vista de encima al otro hombre.

Alicia lo señaló con la mano abierta antes de sentarse.

—Jaime, permíteme que te presente al señor Harry Grey.
         
            Fue un detalle que me lo presentaran, aunque yo ya lo había visto antes. Era el sujeto alto de la cazadora caqui, el pelo largo y rubio y la barba de tres días que estaba aquella mañana en el museo. El mismo por el que Sheila y Mónica babeaban sin recato mientras Quicote y yo nos zurrábamos por el suelo. 

         Le conozco dije. Usted estaba en el museo arqueológico ayer por la mañana.

         —Buena memoria —repuso él con acento así como yanqui.  A ojo tendría unos treinta y cinco años, aunque las arrugas que se le formaban al sonreír indicaban que había vivido lo suyo. Estoy seguro de que te será difícil olvidar ese día.

Sí, bueno... Me imagino que Alicia y el doctor le habrán dicho que tuve mis razones para hacer... aquello que hice De pronto me sentí extraño. ¿Qué tenía que ver aquel tipo con pinta de fotógrafo del National Geographic conmigo? Eso me llevó a formular una pregunta—: ¿Qué han hecho con mis padres? ¿Los han secuestrado?

Tus padres están bien —respondió Alicia— Les hemos pedido que nos dejen hablar a solas contigo un momento porque tenemos algo que proponerte y no queremos que te dejes condicionar por lo que ellos puedan decir.

Verás —empezó el psicólogo—. El señor Grey es historiador y, entre otras cosas, colabora con una importante revista sobre arte e historia:  Worldwide Magazine.

—¡La conozco! —exclamé entusiasmado—Este mes trae un DVD sobre los Tartessos.

La misma asintió Harry Grey.

Pues resulta que el señor Grey viaja dentro de dos semanas a Egipto para hacer un reportaje sobre una tumba que unos arqueólogos españoles han descubierto en Deir-el-Bahari.

Ah, eso suena muy interesante dije porque era lo que de verdad pensaba, aunque seguía sin saber qué tenía eso que ver conmigo ni por qué aquellas tres personas tan inteligentes estaban en ese momento conmigo en la biblioteca contándome toda esa historia.

¿Recuerdas lo que te dije de completar tu viaje, Jaime? me soltó a bocajarro el doctor Queraltó, y tras asentir yo con la cabeza, fue Alicia quien añadió:

He hablado con Harry y hemos pensado que tal vez te gustaría acompañarle en su viaje.

Menos mal que no estaba bebiendo nada, porque si no me habría atragantado. ¿Era cierto lo que acababa de oír? El psicólogo con mostacho de foca y la sosa de mi tutora me proponían irme con el tío de la chupa caqui... ¡nada menos que a Egipto! ¿Y por qué puñetas Alicia se había referido al señor Grey como "Harry"?

Bueno, eso daba igual en aquel momento.

Egipto. Ese país del norte de África donde surgió una de las primeras civilizaciones del mundo, donde hace milenios alguien construyó unas enormes estructuras en forma de pirámide y donde algunos imbéciles como mis compañeros de clase creen que la gente va siempre de perfil. ¿Me estaban hablando a mí? ¿Se referían a ese Egipto? La biblioteca me daba vueltas.

¿Sorprendido? preguntó Harry.

Bueno... Yo... No me... La verdad. ¿Egipto dicen?

—Alicia me ha dicho que naciste cerca de allí.

—Mis padres hacían un crucero cuando yo vine al mundo, sí. Pero no entiendo... ¿Por qué yo?

—Ayer Harry vio lo que hiciste en el museo arqueológico —explicó Alicia, y yo, aunque ya lo sabía, me ruboricé—. Cuando os expulsé a Enrique Faraco y a ti, él vino a preguntarme quién eras y me contó lo que en realidad había ocurrido. Dijo que le interesaba conocerte y...

—En cierto modo me recordaste a mí de joven, Jaime —interrumpió Harry Grey, cuyo nombre a esas alturas ya me sonaba como a dios de alguna mitología—.  Yo a tu edad también me metí en líos para defender aquello en lo que creía. De hecho, temo que lo sigo haciendo —añadió con una sonrisa dirigida a Alicia.

—El caso es que Harry y yo fuimos a tomar un café, le hablé de ti y... bueno. Me hizo esta propuesta.

El problema es que tengo exámenes y... mi tortuga ha muerto esta noche, y... no sé si mis padres...

Lo de tus exámenes está arreglado —me interrumpió Alicia—. He hablado con la directora y está conforme con lo que le he propuesto. Puedes hacer el viaje siempre y cuando a la vuelta me traigas un completo trabajo con tus experiencias.

En cuanto a tu tortuga dijo Harry Grey lo siento de verdad. Yo también tuve una tortuga. De hecho llegué a tener siete. Y una culebra. Se llamaba Josephine. ¿Cómo se llamaba tu tortuga?

—Minerva.

—Minerva —repitió él complacido, como si hubiese nombres buenos y nombres malos para tortugas y aquél fuera uno de los buenos—. Pues ya poco puedes hacer por ella, Jaime. Lo mejor es que la archives en tu memoria para no olvidar jamás los buenos ratos que habéis pasado juntos, y sigas viviendo. La vida está hecha para mirar hacia adelante.

Aquel discurso filosófico estuvo a punto de convencerme. Minerva, igual que el tío Felipe, formaba ya parte de mi estructura como persona del mismo modo que un donete ayuda a componer una caja de donetes. Sin embargo no pude evitar hacer una pregunta:

Si dice que en la vida hay que mirar hacia delante, ¿por qué a Egipto? Por lo que sé es uno de los sitios más antiguos del mundo.

Tienes razón —rió Harry—. Pero es que muchas veces las respuestas del futuro están en el pasado. Bien ¿qué nos dices?

Pues les digo que hay un problema que no hemos abordado respondí un poco triste, ya convencido de que lo único que quería en el mundo era irme a Egipto con aquel hombre del que no sabía prácticamente nada—. ¿Mis padres saben algo de esto?

Harry miró al doctor Queraltó que a su vez miró a Alicia.

—Aún no. Pero ya te dije que antes queríamos saber tu opinión.

—Pues quizás fuese importante conocer la suya.

El psicólogo asintió.

Cierto, más que nada porque son ellos quienes te van a pagar el viaje.


Cuando mi tutora se levantó y salió de la biblioteca para llamar a mis padres, tuve una sensación extraña. Era casi como si la puerta fuera el umbral que separaba dos mundos totalmente distintos. Fuera estaba Alicia con mis padres, el instituto, la vida misma... y dentro, junto a mí, ese misterioso Harry Grey que me proponía unirme a la que podría ser la aventura de mi vida. Era como un cuadro que había visto en una visita al Museo del Prado. Se llamaba “Las edades y la muerte", del pintor Hans Balgung Grien. En él aparecían un bebé, una mujer joven, otra vieja y un esqueleto con un reloj de arena simbolizando la muerte.  Pues aquello era casi igual. Estaba yo, que era el pardillo. Luego Harry Grey, el aventurero de carne y hueso en contacto con el mundo. Y por último mi tío Felipe, el hombre sabio, soñador y desaparecido.


Interrumpieron mis reflexiones unos gritos procedentes del otro lado de la puerta. Sin duda, Alicia ya había adelantado algo a mis padres. La tensión se mascaba en el pasillo y la tragedia era inminente.

Se abrió la puerta de la biblioteca y yo tragué saliva.

(CONTINUARÁ...)

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