jueves, 31 de mayo de 2012

De ratones y hombres


El doctor Raimundo Queraltó me trataba desde hacía dos años, exactamente desde el día en que mi profesor de ciencias naturales me descubrió intentando comerme un ratón.

Estábamos de excursión en La Pedriza, y yo, como tengo por costumbre, iba mirando al suelo. Lo hago desde siempre: a veces se pueden encontrar auténticos tesoros mirando al suelo: setas, espárragos, trozos de terra sigillata, fragmentos de vidrio, de azulejo... Al lado de un pequeño tronco encontré al ratoncito, muerto, posiblemente de frío. Tras un instante de duda, me aseguré de que nadie me veía, lo cogí y me lo metí en la mochila. Luego, mientras todos comían su bocadillo de chopped o mortadela, fui a un lugar apartado tras una loma, hice una hoguera con piedras, palos, papel y cerillas, envolví al ratón en papel de aluminio y, ayudado por un espino largo, empecé a asarlo.

El olor a quemado alertó a mi profesor, que vino corriendo acompañado por varios de mis compañeros, quienes me miraron con un abanico de muecas que iban desde la admiración al asco.

—Jaime, ¿qué haces? ¿No sabes que está prohibido hacer fuego? ¿Y qué es lo que...? ¡Oh, Dios!

Sobra decir que enmudeció cuando vio cuál era la materia prima de mi asado.

Por esa y otras prácticas poco usuales en un chaval de trece años, empecé a visitar  frecuentemente al doctor Queraltó, a quien explicaba que lo único que pretendía era ejercitar mis habilidades para sobrevivir en caso de emergencia. Lo del ratón lo había aprendido en un libro que mi tío Felipe (en realidad, tío de mi madre) me había regalado el año anterior, poco antes de embarcarse en un viaje del que jamás volvería. En el libro, que aún conservo, se explicaban cosas tan útiles como la fabricación de trampas, el modo de trepar por una pared vertical con una cuerda, y otros ejercicios tanto físicos como psicológicos (cómo superar el asco a determinados "alimentos", por ejemplo). 

A menudo, el doctor Queraltó me preguntaba si creía necesario aprender todas esas cosas, y yo le contestaba que sí. ¿Y si un día me perdía en la selva? ¿O si ocurría una catástrofe en la ciudad y los transportes con suministros dejaban de llegar? ¿O se producía un temporal de nieve que me dejara aislado en casa? Ante mis respuestas, el doctor se limitaba a hacer anotaciones en un cuaderno, aunque yo imaginaba que pensaba que estaba como una cabra. Nunca se lo tuve en cuenta; era su trabajo.

Lo que sí me molestaba era que insinuara que la influencia del tío Felipe era la culpable de mi trastorno obsesivo o no sé qué. ¿Trastorno obsesivo? ¿Sólo porque quería estar preparado ante una posible adversidad? ¿Porque dormía siempre con una linterna al lado y llevaba siempre una navaja multiusos en el bolsillo?



El tío Felipe ya era mayor cuando yo nací, pero conservaba el porte atlético de alguien mucho más joven, así como un espíritu optimista que mantenía intacta la capacidad de sorprenderse. Él, además de enseñarme que el equilibrio del mundo era frágil, me enseñó otras muchas cosas para las que mis padres siempre estaban demasiado ocupados:  por ejemplo a leer, a escribir, a nadar, a chapurrear el inglés... incluso me inició en mundos en apariencia tan poco apropiados para un chaval como el control mental y la defensa personal.

Pero si en algo contribuyó el tío Felipe a mi formación fue en el conocimiento de las culturas antiguas. Ni siquiera mi padre, con todos sus estudios y títulos universitarios, supo transmitirme tan bien la idea de que, hace mucho tiempo, años, siglos atrás, existió una gente increíble que no por ello dejaba de parecerse a nosotros. Él me habló de los egipcios, los griegos, los romanos, los iberos... y me enseñó dónde encontrarlos y cómo comunicarme con ellos, rompiendo las fronteras del tiempo.  

Por tanto se puede decir que el puñetazo que le di a Quicote en el Museo Arqueológico por humillar a la Bicha de Bazalote era un recordatorio del respeto de mi tío a lo antiguo.

—Sigues sin controlar tu temple en esas situaciones ¿eh, Jaime? —dijo el doctor Queraltó desde detrás de su escritorio de madera. Tenía un bigote de foca que le tapaba todo el labio superior y los ojos templados de alguien acostumbrado a escuchar los problemas y los traumas de docenas de adolescentes—. No dominas tus impulsos y eso no es bueno, sobre todo porque no estás seguro de que lo que haces sea lo correcto.

Yo estaba indignado.

—¿Cómo que no? Ese idiota se lo merecía.

—No digo que no, pero veo que aún no tienes claro por qué pegaste a Enrique.

—Sí que lo sé. Estaba haciendo el indio sobre la bicha de Balazote.

El psicólogo tomó una nota en su cuaderno.

—¿Qué es la bicha de Balazote, Jaime?

—Una escultura ibera —respondí sin titubear como si estuviera en un examen de Alicia—. Representa la síntesis entre lo humano y lo animal.

—¿Y qué?

—¿Cómo que y qué?

—¿Qué relación tienes con ella? ¿No crees que si Enrique estaba poniendo en peligro la escultura, era obligación de los vigilantes del museo disuadirle?

Traté entonces de explicarle que el día previo el Barça le había metido al Madrid un tres a cero y los vigilantes estaban apenados, pero en seguida descubrí que al psicólogo no le iba el fútbol porque cambió radicalmente de tema y se fue derecho a hablar del tío Felipe.

—Tu tío empezó a formarte como persona, Jaime, de esto ya hemos hablado muchas veces. Te enseñó a defender aquello en lo que crees. Pero por desgracia se marchó antes de poder completar su labor.

—¿Qué labor?

—La de forjar tu verdadera y definitiva personalidad. ¿Qué son en realidad esas piedras para ti? Emprendiste con tu tío un viaje fascinante, Jaime. Y el haberlo dejado inconcluso ha hecho daño a tu desarrollo personal. Por eso actúas con violencia cuando alguien hace daño a algo que te recuerda a él. Y creo que sólo existe un remedio.

—¿Y cuál es? —pregunté un poco irritado. No me gustaba que me hablaran de mi tío, y mucho menos de mis traumas.

El doctor Queraltó levantó la vista de su cuaderno y la fijó en mí esbozando tras el tupido mostacho lo que yo interpreté como una comprensiva sonrisa.

—Que completes ese viaje.

Me lo quedé mirando como si me hubiera propuesto darme un paseo en su nave espacial. Se suponía que yo debía decir algo, pero sólo se me ocurrían tonterías, así que dejé que fuese él quien se explicara.

—¿Entiendes lo que te digo, Jaime? Tu tío era un hombre atípico que te legó una serie de valores muy poco comunes en la gente de tu edad, incluso en la gente mayor. Pero no me lo imagino pegando puñetazos a cualquiera que no comparta esos valores.

—Quicote no se limitaba a no compartirlos —objeté nervioso—. ¡Iba a cargarse a la Bicha!

—Sí, pero piensa en tu tío. ¿Él habría atacado físicamente a Quicote?

Tuve que reconocer que no. Mi tío era fuerte, pero tenía clase.

—¿Qué habría hecho él?

Contesté. No me hacía falta mucha imaginación para visualizar a mi tío, con su porte apuesto e imponente de pie ante Quicote, los brazos en jarras con los puños apoyados en las caderas, reprendiendo a aquel vándalo con esa voz firme y segura que amansaba a las fieras.

—Pero eso no habría valido con Quicote —insistía yo—. Él es un bestia que no atiende a razones.

—Y contra los bestias, lo mejor es comportarse como un bestia, ¿no es así?

Intuí que la pregunta tenía truco, así que no contesté.

—Jaime, Jaime... Desde que tenemos estas conversaciones has mejorado mucho. El acercarte a tu tío, a los temas que le interesaban, te ha ayudado notablemente. Los libros que lees, las películas que ves, todas las actividades que ocupan tu ocio están relacionadas con la vida aventurera y el hambre de conocimiento de tu tío. Eso ha hecho que te conviertas en un chico distinto, del que no debes avergonzarte sino sentirte orgulloso. Sé que a veces te sientes solo, como si libraras una batalla con un ejército en el que tú eres el único integrante.

—Qué bien me conoce —admití.

—Pero eso no es suficiente, Jaime. Durante todo este tiempo te has creado una burbuja de sueños y fantasías mezclados con las enseñanzas de tu tío. Dentro de poco cumplirás diecisiete años y estarás a punto de convertirte en un adulto. Y el mundo de los adultos tiene muy poco que ver con esos libros que lees o esos juegos a los que juegas. La imaginación es importante, pero también lo es que conozcas la realidad de lo que te transmitió tu tío.

—Ya conozco esa realidad. Tengo sus libros, su diario, sus cuadernos de campo... Me lo dejó todo antes de... marcharse.

—No es suficiente. La señorita Velamazán ha venido a hablar conmigo y los dos estamos de acuerdo en que un viaje a esos lugares que frecuentaba tu tío te ayudaría muchísimo a reforzar tu contacto con él y a comprender mejor la verdad sobre aquello que él amaba y defendía.

Noté que mi corazón empezaba a dar saltos en el pecho.

—¿Un viaje? ¿Está de broma?

—Alicia va a hablar con tus padres para sugerirles la idea.

—Pero mi padre nunca aceptaría. Él cree que mi tío estaba loco, que fue una mala influencia para mí y que lo mejor que ha podido pasarnos es que desapareciera. De hecho es un tema prohibido en casa.

—Alicia se encargará de hablar con tus padres. Iba a citarlos mañana a una reunión especial. Quiere que tú también estés presente.

En ese momento mi corazón bailaba un vals con mi cerebro. Sencillamente no podía creerme lo que oía. Mi psicólogo y mi profesora confabulados para mandarme de viaje a un lugar exótico. ¿No sería que querían perderme de vista para siempre? ¿Y mis padres estarían en el ajo? Aquello era tan excitante como preocupante. ¿Querían hacerme un favor o hacérselo a ellos mismos? Me imaginaba la escena. ¿Metemos al niño en la maleta y lo mandamos bien lejos, Adela? No, no, ¿qué dices? Eso es lo que haríais los Azcárate. Los Ruiz somos mucho más prácticos. Mejor dejamos que sea la señorita Velamazán quien se ocupe de empaquetarlo. Después de todo es su profesora. Tienes razón, Adela, por una vez tienes razón. Gracias, Fernando. Además el doctor Queraltó está de acuerdo, por lo que la medida tiene base terapéutica. Así no nos sentiremos tan mal.

Aquella noche me paseé como un tonto por delante del dormitorio de mis padres, sólo para llamar su atención, pero enseguida me di cuenta de que ellos no sabían nada. Lo único que me habían dicho durante la cena (mi madre, porque mi padre estaba ocupado leyendo unas bibliografías para su libro sobre los hititas)  era que al día siguiente tenían una reunión con mi tutora.

—A saber qué has hecho esta vez —barruntó mi padre sin despegar los ojos de sus papeles.

Me costó dormirme. Ni siquiera la excitante aventura de Buck, el perro lobo de "La llamada de la selva" consiguió hacerme olvidar las enigmáticas palabras del doctor Queraltó.

Sólo hay un remedio. Que completes ese viaje.

           Una vez más la idea de un plan urdido por padres, profesores y psicólogos para apartarme de la circulación se hizo sólida en mi mente.

            Esperaba al menos que no me mandaran a Alaska, con lo friolero que soy.

2 comentarios:

  1. Nuna entendí porque el libro de Jack London se llamaba "La llamada de la selva", si se desarrollaba en el Yukón. Cuando crecí, y aprendí idiomas, descubrí que la traducción correcta es "La llamada de los salvaje". Daba igual, eso no me impidió leer y releer siempre que tenía un rato libre las últimas páginas de ese volumen viejo y gastado que estaba siempre disponible en la biblioteca del cole, similar seguro al que leía Jaime.

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  2. A mí me pasó lo mismo. Se ve que los editores españoles de entonces (creo que tú y yo somos de la misma quinta) decidieron que "La llamada de lo salvaje" no sonaba tan bien. Menos mal que la edad, la curiosidad y la razón nos iluminaron pronto y pudimos descubrir la verdad.

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