viernes, 25 de mayo de 2012

Padres, tortugas, amigos y psicólogos


Resumen del capítulo anterior:

Quicote se sube a la Bicha de Balazote.

Yo le pego un puñetazo.

Él me lo devuelve.

Golpes, insultos y tirones de pelo por todo el Museo Arqueológico Nacional.

Nos expulsan a los dos.

Me voy a casa...

Y ahora, la segunda parte:

La bronca fue monumental. 

No de mis padres a mí, que eso no ocurría casi nunca, sino entre mis propios padres.

La directora del instituto les había llamado por teléfono para ponerles al día del último espectáculo protagonizado por su hijo, ese chaval problemático e inadaptado con la cabeza siempre en las nubes y las narices en algún estúpido libro de aventuras de la colección de su difunto tío. Como solía ocurrir, mis queridos progenitores apenas me dedicaron dos frases antes de iniciar una de sus típicas discusiones.

A ver, Adela decía mi padre repantigado en el sofá, mando a distancia en mano y mirando a Elisenda Roca, la presentadora de Cifras y Letras, en vez de mirarme a mí. Habíamos comido en silencio, pero los dos me habían advertido que después querían hablar conmigo. Esas tonterías tienen que acabar. Eres un chaval listo, leche, lo dicen tus profesores. Pero tienes un... unos...

Unas salidas, Fernando le ayudaba mi madre con la vista fija en la lima que en ese momento se pasaba por las uñas.

Eso. Aunque esas salidas casi mejor que ni indagamos de quién las has heredado, ¿eh? Porque como nos pongamos, la tenemos hecha.

—¿Qué insinúas?

Pues que en eso el chaval es más Ruiz que Azcárate, Adela.

Claro, claro respondía mi madre sin que yo, la parte conflictiva, hubiera podido abrir la boca. Ahora va a resultar que en mi familia somos todos una panda de maleantes violentos.

No he dicho eso, mujer, pero reconoce que saltáis a la primera de cambio.

¿Y no se te ha ocurrido pensar que eso tal vez sea porque no somos tan paradetes y pusilánimes como los Azcárate? ¿Eh? ¿Eh?

No empieces, Adela decía mi padre cambiando de canal y haciendo aparecer en pantalla un panda gigante comiéndose un brote de bambú.

Dejé a mis padres con sus conflictos genealógicos y me encaminé a mi cuarto de puntillas, preguntándome por trigésimo octava vez aquella semana cómo era posible que siguieran casados cuando lo único que tenían en común eran las discusiones tontas. 

Creo que ya he comentado alguna vez que mi padre es catedrático de Historia Antigua en la Universidad Complutense. Casi nunca estaba en casa, pero por aquel entonces gozaba de un año sabático para escribir un libro sobre los hititas, y por eso aprovechaba el tiempo para discutir con mi madre. Mi hermana Paula, mientras tanto, solía dormir la siesta para afrontar con energía las cuatro horas que dedicaba cada tarde al estudio.

Decidí llorarle las penas a mi tortuga Minerva, aunque la pobre no me iba a resultar de gran ayuda. Llevaba unos días enferma y, según el veterinario,  probablemente no pasaría de esa semana.

Así que, haciendo un rápido balance de mi situación: me habían pegado una paliza, me habían expulsado del Museo Arqueológico, me había caído bronca de mi profesora, mis padres seguían pasando de mí y mi tortuga estaba a punto de espicharla. Y sólo estábamos a martes.

De esta manera me lamentaba yo cuando mi madre entró en mi dormitorio con el teléfono inalámbrico.

          —Es Alfonso —me anunció sin necesidad, ya que Alfonso era la única persona en el mundo que me llamaba por teléfono. O, para ser más exactos, que me dirigía la palabra.

¿Qué pasa? dije a modo de apático saludo.

A mí nada, tío. ¿Y a ti?

—Poca cosa.

—Sí, y yo soy el Shá de Persia. ¿Estás bien?

—Un poco magullado, pero es lo que tiene enfrentarse a mastodontes.

—¡Joder, macho! Me tienes que explicar lo que ha pasado. Estábamos escuchando las explicaciones de Alicia y de repente vimos al Quicote queriendo arrancarte la cabeza.

Bueno, no es nada raro dije como tratando de quitarle importancia al incidente—. La eterna lucha entre la razón y la fuerza. Entre lo humano y lo animal.

En ese momento me di cuenta de la rica metáfora que acababa de crear. La bicha de Balazote, mitad animal, mitad hombre. Quicote, mitad ser humano, mitad cabestro...

Oye, Jaime seguía Alfonso al otro lado del teléfono. ¿Tienes tú el X-Wing? Lo estoy buscando y no lo encuentro.

Sí, hombre, sí —Alfonso era un buen tío pero tenía una memoria horrible—. ¿Es que no te acuerdas que me lo prestaste hace ya dos meses? Todavía no he logrado cargarme la Estrella de la Muerte, pero de esta semana no pasa.

Años más tarde, a los adolescentes como nosotros nos llamarían frikis. Por el momento, sólo éramos un par de jóvenes inquietos que buscaban en la ficción los alicientes que la vida nos negaba. Lo mismo que los antiguos griegos hacían sacrificios a Apolo o los católicos acuden a misa los domingos. Cada uno se lo monta como puede y cree en lo que le motiva.

Finalizada esta disquisición, vuelvo a Alfonso, que berreaba en el teléfono:

Ah, vale, vale. Menos mal. No te olvides de que dentro de dos viernes mis padres se piran y tenemos la casa para nosotros.

No me olvido, Alfonso, no soy como tú. Tenemos pendiente un maratón.

Eso. Así que tráete el X-Wing si te acuerdas, ¿vale?

Que sí, Alfonso, que sí. Que me acuerdo.

Por cierto ¿qué haces esta tarde?

Lo de ese chico era para tomárselo en serio. Éramos amigos desde hacía tres años y cada día me venía con la misma pregunta.

¿Tú qué crees? Hoy es martes.

¿Martes? Oh, ah. Ya. Bueno, entonces nos vemos mañana en clase.

—Vale. Hasta mañana.

Cuídate, tío. Y no te metas con Quicote, que es malo para la salud.

Colgué y me quedé un rato mirando el póster de En busca del arca perdida que coronaba el cabecero de mi cama. Ahí estaba Indy, mirándome comprensivo, como diciendo “No es nada chaval, todos podemos tener un mal día. El truco está en volver a levantarse y seguir luchando. El sufrimiento provoca arrugas, chaval, y las arrugas marcan la personalidad. Ánimo, chaval”, etcétera.


Yo le dije que sí a todo, pero no estaba de humor. Era martes y aunque me apetecía pasar la tarde viendo alguna película, o intentando destruir la maldita Estrella de la Muerte, o avanzando en mi lectura de La llamada de la selva de Jack London,  me tocaba salir de casa a las seis de la tarde y dirigirme a la consulta del doctor Queraltó, el psicólogo del instituto. 


Suspiré resignado, dije adiós a mis padres y salí de casa consolado por el pensamiento de que al menos con el psicólogo se podía hablar.


(CONTINUARÁ...)

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