jueves, 31 de mayo de 2012

De ratones y hombres


El doctor Raimundo Queraltó me trataba desde hacía dos años, exactamente desde el día en que mi profesor de ciencias naturales me descubrió intentando comerme un ratón.

Estábamos de excursión en La Pedriza, y yo, como tengo por costumbre, iba mirando al suelo. Lo hago desde siempre: a veces se pueden encontrar auténticos tesoros mirando al suelo: setas, espárragos, trozos de terra sigillata, fragmentos de vidrio, de azulejo... Al lado de un pequeño tronco encontré al ratoncito, muerto, posiblemente de frío. Tras un instante de duda, me aseguré de que nadie me veía, lo cogí y me lo metí en la mochila. Luego, mientras todos comían su bocadillo de chopped o mortadela, fui a un lugar apartado tras una loma, hice una hoguera con piedras, palos, papel y cerillas, envolví al ratón en papel de aluminio y, ayudado por un espino largo, empecé a asarlo.

El olor a quemado alertó a mi profesor, que vino corriendo acompañado por varios de mis compañeros, quienes me miraron con un abanico de muecas que iban desde la admiración al asco.

—Jaime, ¿qué haces? ¿No sabes que está prohibido hacer fuego? ¿Y qué es lo que...? ¡Oh, Dios!

Sobra decir que enmudeció cuando vio cuál era la materia prima de mi asado.

Por esa y otras prácticas poco usuales en un chaval de trece años, empecé a visitar  frecuentemente al doctor Queraltó, a quien explicaba que lo único que pretendía era ejercitar mis habilidades para sobrevivir en caso de emergencia. Lo del ratón lo había aprendido en un libro que mi tío Felipe (en realidad, tío de mi madre) me había regalado el año anterior, poco antes de embarcarse en un viaje del que jamás volvería. En el libro, que aún conservo, se explicaban cosas tan útiles como la fabricación de trampas, el modo de trepar por una pared vertical con una cuerda, y otros ejercicios tanto físicos como psicológicos (cómo superar el asco a determinados "alimentos", por ejemplo). 

A menudo, el doctor Queraltó me preguntaba si creía necesario aprender todas esas cosas, y yo le contestaba que sí. ¿Y si un día me perdía en la selva? ¿O si ocurría una catástrofe en la ciudad y los transportes con suministros dejaban de llegar? ¿O se producía un temporal de nieve que me dejara aislado en casa? Ante mis respuestas, el doctor se limitaba a hacer anotaciones en un cuaderno, aunque yo imaginaba que pensaba que estaba como una cabra. Nunca se lo tuve en cuenta; era su trabajo.

Lo que sí me molestaba era que insinuara que la influencia del tío Felipe era la culpable de mi trastorno obsesivo o no sé qué. ¿Trastorno obsesivo? ¿Sólo porque quería estar preparado ante una posible adversidad? ¿Porque dormía siempre con una linterna al lado y llevaba siempre una navaja multiusos en el bolsillo?



El tío Felipe ya era mayor cuando yo nací, pero conservaba el porte atlético de alguien mucho más joven, así como un espíritu optimista que mantenía intacta la capacidad de sorprenderse. Él, además de enseñarme que el equilibrio del mundo era frágil, me enseñó otras muchas cosas para las que mis padres siempre estaban demasiado ocupados:  por ejemplo a leer, a escribir, a nadar, a chapurrear el inglés... incluso me inició en mundos en apariencia tan poco apropiados para un chaval como el control mental y la defensa personal.

Pero si en algo contribuyó el tío Felipe a mi formación fue en el conocimiento de las culturas antiguas. Ni siquiera mi padre, con todos sus estudios y títulos universitarios, supo transmitirme tan bien la idea de que, hace mucho tiempo, años, siglos atrás, existió una gente increíble que no por ello dejaba de parecerse a nosotros. Él me habló de los egipcios, los griegos, los romanos, los iberos... y me enseñó dónde encontrarlos y cómo comunicarme con ellos, rompiendo las fronteras del tiempo.  

Por tanto se puede decir que el puñetazo que le di a Quicote en el Museo Arqueológico por humillar a la Bicha de Bazalote era un recordatorio del respeto de mi tío a lo antiguo.

—Sigues sin controlar tu temple en esas situaciones ¿eh, Jaime? —dijo el doctor Queraltó desde detrás de su escritorio de madera. Tenía un bigote de foca que le tapaba todo el labio superior y los ojos templados de alguien acostumbrado a escuchar los problemas y los traumas de docenas de adolescentes—. No dominas tus impulsos y eso no es bueno, sobre todo porque no estás seguro de que lo que haces sea lo correcto.

Yo estaba indignado.

—¿Cómo que no? Ese idiota se lo merecía.

—No digo que no, pero veo que aún no tienes claro por qué pegaste a Enrique.

—Sí que lo sé. Estaba haciendo el indio sobre la bicha de Balazote.

El psicólogo tomó una nota en su cuaderno.

—¿Qué es la bicha de Balazote, Jaime?

—Una escultura ibera —respondí sin titubear como si estuviera en un examen de Alicia—. Representa la síntesis entre lo humano y lo animal.

—¿Y qué?

—¿Cómo que y qué?

—¿Qué relación tienes con ella? ¿No crees que si Enrique estaba poniendo en peligro la escultura, era obligación de los vigilantes del museo disuadirle?

Traté entonces de explicarle que el día previo el Barça le había metido al Madrid un tres a cero y los vigilantes estaban apenados, pero en seguida descubrí que al psicólogo no le iba el fútbol porque cambió radicalmente de tema y se fue derecho a hablar del tío Felipe.

—Tu tío empezó a formarte como persona, Jaime, de esto ya hemos hablado muchas veces. Te enseñó a defender aquello en lo que crees. Pero por desgracia se marchó antes de poder completar su labor.

—¿Qué labor?

—La de forjar tu verdadera y definitiva personalidad. ¿Qué son en realidad esas piedras para ti? Emprendiste con tu tío un viaje fascinante, Jaime. Y el haberlo dejado inconcluso ha hecho daño a tu desarrollo personal. Por eso actúas con violencia cuando alguien hace daño a algo que te recuerda a él. Y creo que sólo existe un remedio.

—¿Y cuál es? —pregunté un poco irritado. No me gustaba que me hablaran de mi tío, y mucho menos de mis traumas.

El doctor Queraltó levantó la vista de su cuaderno y la fijó en mí esbozando tras el tupido mostacho lo que yo interpreté como una comprensiva sonrisa.

—Que completes ese viaje.

Me lo quedé mirando como si me hubiera propuesto darme un paseo en su nave espacial. Se suponía que yo debía decir algo, pero sólo se me ocurrían tonterías, así que dejé que fuese él quien se explicara.

—¿Entiendes lo que te digo, Jaime? Tu tío era un hombre atípico que te legó una serie de valores muy poco comunes en la gente de tu edad, incluso en la gente mayor. Pero no me lo imagino pegando puñetazos a cualquiera que no comparta esos valores.

—Quicote no se limitaba a no compartirlos —objeté nervioso—. ¡Iba a cargarse a la Bicha!

—Sí, pero piensa en tu tío. ¿Él habría atacado físicamente a Quicote?

Tuve que reconocer que no. Mi tío era fuerte, pero tenía clase.

—¿Qué habría hecho él?

Contesté. No me hacía falta mucha imaginación para visualizar a mi tío, con su porte apuesto e imponente de pie ante Quicote, los brazos en jarras con los puños apoyados en las caderas, reprendiendo a aquel vándalo con esa voz firme y segura que amansaba a las fieras.

—Pero eso no habría valido con Quicote —insistía yo—. Él es un bestia que no atiende a razones.

—Y contra los bestias, lo mejor es comportarse como un bestia, ¿no es así?

Intuí que la pregunta tenía truco, así que no contesté.

—Jaime, Jaime... Desde que tenemos estas conversaciones has mejorado mucho. El acercarte a tu tío, a los temas que le interesaban, te ha ayudado notablemente. Los libros que lees, las películas que ves, todas las actividades que ocupan tu ocio están relacionadas con la vida aventurera y el hambre de conocimiento de tu tío. Eso ha hecho que te conviertas en un chico distinto, del que no debes avergonzarte sino sentirte orgulloso. Sé que a veces te sientes solo, como si libraras una batalla con un ejército en el que tú eres el único integrante.

—Qué bien me conoce —admití.

—Pero eso no es suficiente, Jaime. Durante todo este tiempo te has creado una burbuja de sueños y fantasías mezclados con las enseñanzas de tu tío. Dentro de poco cumplirás diecisiete años y estarás a punto de convertirte en un adulto. Y el mundo de los adultos tiene muy poco que ver con esos libros que lees o esos juegos a los que juegas. La imaginación es importante, pero también lo es que conozcas la realidad de lo que te transmitió tu tío.

—Ya conozco esa realidad. Tengo sus libros, su diario, sus cuadernos de campo... Me lo dejó todo antes de... marcharse.

—No es suficiente. La señorita Velamazán ha venido a hablar conmigo y los dos estamos de acuerdo en que un viaje a esos lugares que frecuentaba tu tío te ayudaría muchísimo a reforzar tu contacto con él y a comprender mejor la verdad sobre aquello que él amaba y defendía.

Noté que mi corazón empezaba a dar saltos en el pecho.

—¿Un viaje? ¿Está de broma?

—Alicia va a hablar con tus padres para sugerirles la idea.

—Pero mi padre nunca aceptaría. Él cree que mi tío estaba loco, que fue una mala influencia para mí y que lo mejor que ha podido pasarnos es que desapareciera. De hecho es un tema prohibido en casa.

—Alicia se encargará de hablar con tus padres. Iba a citarlos mañana a una reunión especial. Quiere que tú también estés presente.

En ese momento mi corazón bailaba un vals con mi cerebro. Sencillamente no podía creerme lo que oía. Mi psicólogo y mi profesora confabulados para mandarme de viaje a un lugar exótico. ¿No sería que querían perderme de vista para siempre? ¿Y mis padres estarían en el ajo? Aquello era tan excitante como preocupante. ¿Querían hacerme un favor o hacérselo a ellos mismos? Me imaginaba la escena. ¿Metemos al niño en la maleta y lo mandamos bien lejos, Adela? No, no, ¿qué dices? Eso es lo que haríais los Azcárate. Los Ruiz somos mucho más prácticos. Mejor dejamos que sea la señorita Velamazán quien se ocupe de empaquetarlo. Después de todo es su profesora. Tienes razón, Adela, por una vez tienes razón. Gracias, Fernando. Además el doctor Queraltó está de acuerdo, por lo que la medida tiene base terapéutica. Así no nos sentiremos tan mal.

Aquella noche me paseé como un tonto por delante del dormitorio de mis padres, sólo para llamar su atención, pero enseguida me di cuenta de que ellos no sabían nada. Lo único que me habían dicho durante la cena (mi madre, porque mi padre estaba ocupado leyendo unas bibliografías para su libro sobre los hititas)  era que al día siguiente tenían una reunión con mi tutora.

—A saber qué has hecho esta vez —barruntó mi padre sin despegar los ojos de sus papeles.

Me costó dormirme. Ni siquiera la excitante aventura de Buck, el perro lobo de "La llamada de la selva" consiguió hacerme olvidar las enigmáticas palabras del doctor Queraltó.

Sólo hay un remedio. Que completes ese viaje.

           Una vez más la idea de un plan urdido por padres, profesores y psicólogos para apartarme de la circulación se hizo sólida en mi mente.

            Esperaba al menos que no me mandaran a Alaska, con lo friolero que soy.

viernes, 25 de mayo de 2012

Padres, tortugas, amigos y psicólogos


Resumen del capítulo anterior:

Quicote se sube a la Bicha de Balazote.

Yo le pego un puñetazo.

Él me lo devuelve.

Golpes, insultos y tirones de pelo por todo el Museo Arqueológico Nacional.

Nos expulsan a los dos.

Me voy a casa...

Y ahora, la segunda parte:

La bronca fue monumental. 

No de mis padres a mí, que eso no ocurría casi nunca, sino entre mis propios padres.

La directora del instituto les había llamado por teléfono para ponerles al día del último espectáculo protagonizado por su hijo, ese chaval problemático e inadaptado con la cabeza siempre en las nubes y las narices en algún estúpido libro de aventuras de la colección de su difunto tío. Como solía ocurrir, mis queridos progenitores apenas me dedicaron dos frases antes de iniciar una de sus típicas discusiones.

A ver, Adela decía mi padre repantigado en el sofá, mando a distancia en mano y mirando a Elisenda Roca, la presentadora de Cifras y Letras, en vez de mirarme a mí. Habíamos comido en silencio, pero los dos me habían advertido que después querían hablar conmigo. Esas tonterías tienen que acabar. Eres un chaval listo, leche, lo dicen tus profesores. Pero tienes un... unos...

Unas salidas, Fernando le ayudaba mi madre con la vista fija en la lima que en ese momento se pasaba por las uñas.

Eso. Aunque esas salidas casi mejor que ni indagamos de quién las has heredado, ¿eh? Porque como nos pongamos, la tenemos hecha.

—¿Qué insinúas?

Pues que en eso el chaval es más Ruiz que Azcárate, Adela.

Claro, claro respondía mi madre sin que yo, la parte conflictiva, hubiera podido abrir la boca. Ahora va a resultar que en mi familia somos todos una panda de maleantes violentos.

No he dicho eso, mujer, pero reconoce que saltáis a la primera de cambio.

¿Y no se te ha ocurrido pensar que eso tal vez sea porque no somos tan paradetes y pusilánimes como los Azcárate? ¿Eh? ¿Eh?

No empieces, Adela decía mi padre cambiando de canal y haciendo aparecer en pantalla un panda gigante comiéndose un brote de bambú.

Dejé a mis padres con sus conflictos genealógicos y me encaminé a mi cuarto de puntillas, preguntándome por trigésimo octava vez aquella semana cómo era posible que siguieran casados cuando lo único que tenían en común eran las discusiones tontas. 

Creo que ya he comentado alguna vez que mi padre es catedrático de Historia Antigua en la Universidad Complutense. Casi nunca estaba en casa, pero por aquel entonces gozaba de un año sabático para escribir un libro sobre los hititas, y por eso aprovechaba el tiempo para discutir con mi madre. Mi hermana Paula, mientras tanto, solía dormir la siesta para afrontar con energía las cuatro horas que dedicaba cada tarde al estudio.

Decidí llorarle las penas a mi tortuga Minerva, aunque la pobre no me iba a resultar de gran ayuda. Llevaba unos días enferma y, según el veterinario,  probablemente no pasaría de esa semana.

Así que, haciendo un rápido balance de mi situación: me habían pegado una paliza, me habían expulsado del Museo Arqueológico, me había caído bronca de mi profesora, mis padres seguían pasando de mí y mi tortuga estaba a punto de espicharla. Y sólo estábamos a martes.

De esta manera me lamentaba yo cuando mi madre entró en mi dormitorio con el teléfono inalámbrico.

          —Es Alfonso —me anunció sin necesidad, ya que Alfonso era la única persona en el mundo que me llamaba por teléfono. O, para ser más exactos, que me dirigía la palabra.

¿Qué pasa? dije a modo de apático saludo.

A mí nada, tío. ¿Y a ti?

—Poca cosa.

—Sí, y yo soy el Shá de Persia. ¿Estás bien?

—Un poco magullado, pero es lo que tiene enfrentarse a mastodontes.

—¡Joder, macho! Me tienes que explicar lo que ha pasado. Estábamos escuchando las explicaciones de Alicia y de repente vimos al Quicote queriendo arrancarte la cabeza.

Bueno, no es nada raro dije como tratando de quitarle importancia al incidente—. La eterna lucha entre la razón y la fuerza. Entre lo humano y lo animal.

En ese momento me di cuenta de la rica metáfora que acababa de crear. La bicha de Balazote, mitad animal, mitad hombre. Quicote, mitad ser humano, mitad cabestro...

Oye, Jaime seguía Alfonso al otro lado del teléfono. ¿Tienes tú el X-Wing? Lo estoy buscando y no lo encuentro.

Sí, hombre, sí —Alfonso era un buen tío pero tenía una memoria horrible—. ¿Es que no te acuerdas que me lo prestaste hace ya dos meses? Todavía no he logrado cargarme la Estrella de la Muerte, pero de esta semana no pasa.

Años más tarde, a los adolescentes como nosotros nos llamarían frikis. Por el momento, sólo éramos un par de jóvenes inquietos que buscaban en la ficción los alicientes que la vida nos negaba. Lo mismo que los antiguos griegos hacían sacrificios a Apolo o los católicos acuden a misa los domingos. Cada uno se lo monta como puede y cree en lo que le motiva.

Finalizada esta disquisición, vuelvo a Alfonso, que berreaba en el teléfono:

Ah, vale, vale. Menos mal. No te olvides de que dentro de dos viernes mis padres se piran y tenemos la casa para nosotros.

No me olvido, Alfonso, no soy como tú. Tenemos pendiente un maratón.

Eso. Así que tráete el X-Wing si te acuerdas, ¿vale?

Que sí, Alfonso, que sí. Que me acuerdo.

Por cierto ¿qué haces esta tarde?

Lo de ese chico era para tomárselo en serio. Éramos amigos desde hacía tres años y cada día me venía con la misma pregunta.

¿Tú qué crees? Hoy es martes.

¿Martes? Oh, ah. Ya. Bueno, entonces nos vemos mañana en clase.

—Vale. Hasta mañana.

Cuídate, tío. Y no te metas con Quicote, que es malo para la salud.

Colgué y me quedé un rato mirando el póster de En busca del arca perdida que coronaba el cabecero de mi cama. Ahí estaba Indy, mirándome comprensivo, como diciendo “No es nada chaval, todos podemos tener un mal día. El truco está en volver a levantarse y seguir luchando. El sufrimiento provoca arrugas, chaval, y las arrugas marcan la personalidad. Ánimo, chaval”, etcétera.


Yo le dije que sí a todo, pero no estaba de humor. Era martes y aunque me apetecía pasar la tarde viendo alguna película, o intentando destruir la maldita Estrella de la Muerte, o avanzando en mi lectura de La llamada de la selva de Jack London,  me tocaba salir de casa a las seis de la tarde y dirigirme a la consulta del doctor Queraltó, el psicólogo del instituto. 


Suspiré resignado, dije adiós a mis padres y salí de casa consolado por el pensamiento de que al menos con el psicólogo se podía hablar.


(CONTINUARÁ...)

jueves, 17 de mayo de 2012

Lucha por el honor... ¡de un monstruo!


No soy un tipo violento, os lo puedo asegurar.

La simple mención de la palabra “paliza” ya me pone enfermo. La sangre me gusta dentro del cuerpo, no fuera; odio el crujir de los huesos, y un ojo morado me parece lo más antiestético que existe. Pero la experiencia me ha enseñado que algunos problemas no se pueden solucionar hablando ni huyendo de ellos. La primera vez que tuve conciencia de esto fue una mañana de primavera del año 93 en la que Alicia Velamazán, la profesora de Historia, nos llevó de visita al Museo Arqueológico Nacional.


Ya había ido al museo otras veces, primero de enano con mi abuelo y luego con mi padre.  Desde siempre el sitio me fascinaba. Lo que para muchos de mis compañeros era un edificio rancio lleno de cosas viejas y aburridas, a mí se me antojaba un lugar alucinante, en el que cada pieza, cada vasija y cada momia contaba una historia diferente. Sólo había que saber escuchar y aquellas cosas te hablaban.

A pesar de que por entonces ya era un tío pacífico, siempre había tenido claro que no dudaría en defenderme si alguien trataba de hacerme daño a mí o a la gente a la que quiero. Pero de ahí a enredarme en una pelea a puñetazos con el  cachas de clase para defender a un monstruo de más de dos mil años con cuerpo de toro y cabeza humana había un trecho.

Esto ocurrió porque Quicote llevaba toda la mañana tocándome las pelotas.

—¡Mira, Azcárate! me provocaba aplastando su boca contra una vitrina y soplando hasta que se le inflaban los mofletes como a un pez globo. Luego, viendo mi cara de disgusto, estallaba en risotadas. Llevaba así desde que habíamos llegado. Se había apoyado en un altar romano, le había puesto los cuernos con la mano a una diosa fenicia, y ahora se empeñaba en cubrir aquel cristal con el apestoso vaho de su boca.

Como además de no violento era también no chivato, reprimí el impulso de ir con el cuento a Alicia, que en aquellos momentos estaba rodeada por el resto de alumnos de mi clase, tratando de explicarles el origen de una gran torre de piedra que se alzaba en mitad de la sala.


Esta tumba fue construida en el siglo cuarto antes de Cristo por los Iberos, uno de los primeros pueblos que habitaron en España explicaba con su habitual seriedad. Alicia era una mujer joven y agradable, algunos decían que hasta guapa, pero la línea de su boca siempre estaba recta, como si tuviera alergia a sonreír. Era muy buena profesora, pero se concentraba mucho en sus explicaciones, y por eso no se daba cuenta de las burradas de Quicote. Fue encontrada en un pueblo de Albacete llamado Pozo Moro y por eso se la conoce como Tumba de Pozo Moro.

Qué original oí que ironizaba Sheila Duarte, la más guapa de clase, mientras su alma gemela, Mónica, dejaba escapar una risita y una pompa de chicle.


Mientras tanto yo intentaba seguir las explicaciones de Alicia. Iba a levantar la mano para preguntar si los cuatro animales de piedra que decoraban las esquinas de la tumba eran leones o lobos cuando Quicote volvió a provocarme.

Chs, chs —hacía como una rueda pinchada— Eh, eh... Azcárate. Mira esto.

Me giré sin ganas y vi cómo, desde la sala contigua, Quicote hacía gestos obscenos mientras acercaba su ancha carota a la Dama de Elche, un busto de mujer que constituía una de las obras maestras del arte ibero, y simulaba darle lametones. 



Aunque la Dama estaba protegida por una vitrina de cristal, aquello fue superior a mi resistencia. Con pesar, abandoné el grupo y me acerqué a Quicote, preguntándome dónde se habrían metido los vigilantes de seguridad del museo que permitían que aquel tarado fuera por ahí a su aire, deshonrando con su conducta todas las obras de arte que veía. La duda quedó resuelta cuando, al otro lado de la sala, junto a la puerta principal, vi a un hombre de uniforme charlando animadamente con otro compañero mientras se tapaba con las manos la entrepierna y a continuación daba una patada al aire. En seguida capté que acababa de escenificar un penalti. 

Entonces recordé que la noche anterior había habido Madrid – Barça y, en esas circunstancias, era demasiado presuntuoso pedir a los trabajadores que trabajaran. En fin, que me di la vuelta para decirle a Quicote a las claras que eso que estaba haciendo era más propio de monos que de personas cuando descubrí que el cachas de mi compañero ya no estaba allí.

Por un momento me alegré, considerando la posibilidad de que la Dama de Elche le hubiera fulminado con el poder de los siglos, pero sabía que, por desgracia, aquello no era posible. Así que le busqué en la sala siguiente y lo que vi me dejó horrorizado.

Quicote se había quitado la parte de arriba del chándal y con ella estaba toreando a la Bicha de Balazote, una escultura ibera mitad toro mitad hombre que era uno de los tesoros de aquella sección del museo. Ante mi mirada, ya de por sí aterrada, Quicote hizo algo más horrible aún. Cuando se cansó de torear al pobre bicho de piedra, se sentó sobre él y empezó a menearse adelante y atrás, haciendo giros con un brazo en alto como si estuviera en un rodeo del salvaje oeste.


Aquella atrocidad me hizo hervir la sangre. En mi imaginación me acerqué a Quicote, le puse la mano en el pecho y con la mirada entornada le ordené:

—Tú, gilipollas. Baja de ahí ahora mismo.

Pero en la realidad las cosas fueron algo distintas. Di dos temblorosos pasos, vacilé un momento y creo que acerté a tartamudear:

—A Alicia vas.

Entonces el terror se adueñó de mí. No sé si he dicho ya que Quicote era más alto que yo y el doble de ancho. También más bestia, por lo que un gesto bruto suyo equivalía a doce o trece de los míos, lo que dejaba claro que no era buena idea provocarlo, ofenderlo o insultarlo. Y mucho menos amenazarlo.

Quicote sabía de mi respeto por el arte, la historia y la naturaleza; una convicción personal a la que él solía referirse como “cosa de mariquitas”. Por eso, en vez de responder a mi ultimátum bajándose de la bicha y partiéndome la cara, lo que hizo fue aumentar la violencia de sus convulsiones a los lomos de la estatua, sabiendo que de ese modo me haría mucho más daño que con un simple guantazo. En una de esas, la bicha se inclinó tanto hacia delante que pareció que Quicote iba a salir despedido. La sola idea de imaginar aquella escultura milenaria hecha añicos por culpa del tipo más bestia que me había echado a la cara me nubló la razón. Así que hice algo tan impropio de mí como coger a Quicote de la pechera y darle un puñetazo en los morros.

Fue como pegar a la bicha. Mis nudillos crujieron (¡aún lo recuerdo como si fuera ayer!) y sólo conseguí que Quicote se enfureciera hasta el punto de lanzarse sobre mí y hacerme rodar por el suelo mientras sus manazas se volvían locas por estrangularme, destrozarme la cara o todo al mismo tiempo. En esos momentos de acción y confusión me pareció ver varias cosas. Primero vi que todo el grupo se disolvía en torno a Alicia y acudía corriendo al lugar de los golpes para quitarme a ese bestiajo de encima. Luego vi a Alicia mirándonos con expresión de sorpresa y enfado. Lo más curioso es que éste parecía ir dirigido hacia mí, algo que quedó corroborado cuando, con su habitual seriedad, me regañó:

           —Jaime Azcárate. ¿Qué está pasando aquí?

¿Jaime Azcárate? ¿Por qué Jaime Azcárate, si yo era la pobre víctima inocente a manos de aquel matón con chándal? ¿Que había hecho esta vez? ¿No veía que aquel animal intentaba matarme? Es cierto que a veces he dado problemas y me he metido en algún que otro lío (siempre por una buena causa), pero en aquella ocasión saltaba a la vista que yo era el perjudicado de la tragedia, no el causante.

Mientras algunos de mis compañeros tiraban de la camiseta de Quicote para apartarlo de mí, pude ver cómo en la sala de al lado, la dedicada a la Hispania Romana, un hombre de unos treinta años me miraba con una expresión que en aquel momento no supe describir (intentad describir algo mientras os dibujan un mapa en la cara y veréis que no es tan fácil). Era un tipo alto, con el pelo rubio y largo por encima de los hombros, barba de tres días y una cazadora color caqui.

Ya digo que no pude adivinar el significado exacto de su mirada, pero desde luego no era de reproche ni de enfado como la de Alicia. Era una mirada intensa y a la vez tranquila, que iba acompañada por una media sonrisa. Llamadme loco, pero tuve la sensación de que aquel tipo estaba disfrutando con la escena.

Cuando por fin me vi libre del ataque de Quicote, tuve que enfrentarme a la implacable bronca de Alicia Velamazán.

—Jaime Azcárate y Enrique Faraco dijo sin alteración en su voz, refiriéndose a mí y a Quicote respectivamente. Salid fuera del museo y esperadnos en el jardín, junto a las esfinges. Ya tendré luego unas palabritas con vosotros.

Alguien del grupo sugirió que tal vez no fuera buena idea dejarnos solos, ya que podríamos volver a las andadas y matarnos mutuamente, pero Alicia vio en la sugerencia un intento de escaqueo de la visita al museo, así que insistió en que el resto del grupo la siguiera mientras nosotros esperábamos en la calle.

Antes de salir a la escalinata flanqueada por esfinges que precedía la puerta del museo, me pude fijar en que el rubio desconocido de la chupa caqui se acercó a Alicia y le dijo algunas palabras. Reconozco que sentí un pequeño pinchazo de celos cuando mi profesora se tocó la melena en un gesto de coquetería mientras sonreía por primera vez en todo el curso, o en toda su vida. Entendedme, no eran celos porque me gustara Alicia. Eran celos porque yo nunca, jamás, desde que tenía uso de razón, había conseguido que una chica me sonriera así. Tampoco me pasó desapercibido el hecho de que Sheila y Mónica empezaran a babear literal y metafóricamente ante los gestos de aquel tipo. 

En aquel momento no podía saberlo... -ni me importaba demasiado, ya que de mi nariz había empezado a manar un hilillo de sangre que procedí a detener con la ayuda de un kleenex-, pero aquel desconocido que parecía estar cachondeándose de mí, cambiaría mi vida para siempre. 

Quicote aprovechó las circunstancias, me dio una colleja y se largó del museo silbando algo de Roxette mientras yo me sentaba en uno de los escalones y esperaba a detener mi hemorragia al solecito de la calle Serrano al tiempo que mi cerebro intentaba anticipar la escena que se viviría en mi casa un par de horas después.

(CONTINUARÁ...)