lunes, 12 de mayo de 2014

Abu Simbel. Un selfie monumental.

Los que seguís mis peripecias sabréis que nací en un barco cerca de Alejandría, por lo que no os extrañará que considere Egipto como mi segunda patria. Además estuve un tiempo trabajando allí y tengo un cariño especial a aquella tierra que, de alguna manera, me hizo ser como soy.

Por eso quiero retomar este blog hablando de una de sus muchas maravillas: el gran templo de Ramsés II en Abu Simbel.

Abu Simbel significa “Montaña Pura”, y es un accidente geográfico natural situado junto al lago Nasser en el que el faraón Ramsés II ordenó construir dos speos, (templos subterráneos excavados en la misma montaña). Para los que queráis visitarlo, sabed que en los circuitos turísticos habituales (por razones de seguridad, viajar por libre en Egipto no está al alcance de todo el mundo) la salida se suele hacer desde Asuán y la distancia a recorrer es como de Madrid a Valencia, más o menos. De manera que si queréis llegar para ver amanecer en Abu Simbel, que es una de las mejores experiencias que se pueden tener en la vida, hay que salir como a las dos de la mañana o así. Si los amaneceres os dan igual y lo que os gusta es dormir como lirones caretos, entonces podéis salir un poquito más tarde, pero ya os digo yo que el madrugón merece la pena.




El templo es impresionante. En términos actuales podríamos decir que se trata de un selfie monumental, ya que Ramsés II se lo dedicó a sí mismo y por eso podemos ver su figura en la fachada del templo, no una sino cuatro veces, aunque una de ellas sin cabeza (como en algunos selfies hechos con prisa). El deterioro de esta escultura puede deberse a un terremoto, aunque un viejo del lugar me comentó que quizás hubiera sido robada. Sin embargo, teniendo en cuenta que las estatuas miden aproximadamente veinte metros de altura, yo me quedo con la teoría del terremoto. Es más probable y además me sirve para conservar la fe en la especie humana.


La intención del templo es propagandística y conmemorativa. En sus muros interiores hay representaciones de la victoria de Ramsés II sobre los hititas en la famosa batalla de Kadesh, lo que podría hacernos pensar en un inigualable documento histórico si no fuera porque (¡oh, sorpresa!) el rey de los hititas hizo lo mismo en sus templos: representarse vencedor de la contienda.




Hay de hecho bastantes puntos oscuros en el desarrollo y el desenlace de dicha batalla, más aún cuando en realidad el conflicto entre los dos reinos se acabó solucionando a través de un tratado de paz. Pero a los faraones les gustaba dejar claro su poder en la piedra para que todo el mundo dijera: "Ojo con éste" o "Cuidado con Ramsés, que no se anda con chiquitas".

Y eso es precisamente lo que encontramos en el templo de Abu Simbel: una gigantesca advertencia cuyo objetivo era impresionar e intimidar a los pueblos nubios del sur de Egipto y que, a día de hoy, deja los ojos de los viajeros como platos de ensalada al tiempo que imprime en su entendimiento la certeza de que la vanidad del ser humano no es cosa de hoy ni de ayer.

Seguiremos hablando de ello.

jueves, 4 de abril de 2013

Música para encontrar un tesoro egipcio

A veces, en las entrevistas, me preguntan cómo hago para enfrentarme a las difíciles situaciones en las que suelo verme metido. Cómo hago para templar los nervios ante el peligro o para concentrarme ante un enigma. La respuesta suele sorprender y generar hasta risas. Pero es la verdad, así que insistiré en ello.

Mi secreto es el EMA. O sea, el Entrenamiento Musical Autógeno.

Ya sé que tiene nombre de droga, y en cierto modo lo es, aunque no deja secuelas en el organismo y se puede cultivar con fines recreativos sin peligro. ¿No habéis oído nunca eso de que "la música amansa a las fieras"? Pues el EMA es la aplicación práctica de ese principio, aunque puede generar también el efecto contrario: engorilar a los pusilánimes.

Un ejemplo. Año 1999. Granada. Andaba metido en uno de mis líos, espiando las actividades de una banda que traficaba con material arqueológico robado. Me descubrieron y dos de ellos me persiguieron en moto y me arrinconaron en un callejón. En condiciones normales habría sido hombre muerto. Pero entonces mi mente seleccionó un tema heroico de John Williams (ahora no recuerdo cuál) que me dio el valor suficiente para llegar hasta un contenedor de escombros, caerme dentro, clavarme un hierro oxidado, salir con un arma contundente (creo que era un trozo de pared) y descalabrar con ella a uno de los motoristas, que en su caída lanzó al suelo al otro, dándome a mí la oportunidad de tomar las de Villadiego y buscar una clínica donde me pusieran la antitetánica.

Ojo, es una práctica difícil que no está al alcance de cualquiera. Requiere entrenamiento, concentración y, sobre todo, estar como una regadera. Así que procurad no hacerlo en casa.

En el caso de La Isis Dorada, la música de cine también estuvo presente en algunas de mis hazañas. No voy a ser demasiado explícito por no "espoilearos", pero durante aquella aventura recurrí en ocasiones a   partituras tan apropiadas como las que se citan a continuación.

Sinuhé el Egipcio. Un clásico en el sentido más amplio del término. Basado en la imprescindible novela de Mika Waltari y con música de dos pesos pesados: Alfred Newman y Bernard Herrmann.



La momia. Una de las últimas partituras del maestro Jerry Goldsmith, que retomaba su estilo arábigo-oriental demostrado décadas antes en trabajos como "El viento y el león. Un tour de force épico, misterioso y aventurero de los que ya no se escuchan.



El regreso de la momia. Para la secuela de estas aventuras, Alan Silvestri tomó el relevo de Goldsmith en una partitura aún más espectacular, grandilocuente y apabullante que su predecesora. Tal vez demasiado grandilocuente y apabullante.



Stargate. David Arnold subió a los altares con esta magnífica composición sinfónica que venía a llenar un hueco en el género de la ciencia ficción. Poderoso tema central, mezcla de ambientes cósmicos y étnicos y espectaculares pasajes de acción redondean una obra imprescindible.


@JaimeAzcárate

miércoles, 3 de abril de 2013

Templo de Debod. El enigma más antiguo de Madrid.


Este artículo apareció en el número de febrero de 2007 de la Revista Arcadia. Como es lógico, y por orden expresa de la directora, Laura Rodríguez, se omitió cualquier referencia a los extravagantes sucesos ocurridos durante la Nochebuena anterior y que aparecen relatados en la novela LA ISIS DORADA.




Anclado junto a la madrileña calle de Pintor Rosales, sobre el mismo suelo que pintó Goya en sus Fusilamientos del 3 de Mayo, se alza el edificio más antiguo de la capital española, y uno de los más desconocidos. Muchas personas pasan por delante de él a diario, otras sólo han leído de él en las guías, y los que menos lo visitan con frecuencia. Pero la pregunta que todos se hacen es: ¿qué hace un templo egipcio en medio de Madrid? ¿Monumento histórico? ¿Atracción turística? El templo de Debod contiene más preguntas que respuestas, y más enigmas que los que se aprecian a simple vista.


Mientras que el Madrid de Alatriste data del siglo XVII, el lugar que nos ocupa tiene un origen mucho más remoto. Fue construido en el 200 a.C., y no en Madrid sino a orillas del Nilo, en la baja Nubia, lo que hoy es Sudán.  Debió de formar parte de una ruta de peregrinación hacia el gran templo de Filé, dedicado a la diosa Isis, pero los avatares históricos y políticos hicieron que su destino fuera convertirse en el mayor templo egipcio ubicado fuera de la tierra de los faraones.

Casi todo el mundo sabe que fue un regalo del gobierno Egipcio a España por su participación en el salvamento del gran templo de Abu Simbel durante la campaña organizada por la UNESCO para proteger y rescatar los monumentos que de otro modo habrían quedado cubiertos por las aguas del Nilo durante la construcción de la presa de Asuán, promovida por el presidente Nasser en los años 60. En 1970, tras una travesía a bordo del carguero Benissa, los mil setecientos veinticuatro bloques llegaron por carretera a Madrid, donde quedaría fijada su residencia final. En sus caras, cubiertas de relieves dedicados a los dioses Amón, Isis y Osiris, convivían algunas cruces y otros símbolos cristianos, consecuencia de distintas campañas de secularización llevadas a cabo desde Bizancio a partir del siglo sexto.

Su estructura primitiva era una capilla levantada por el faraón Adijalamani de Meroe en el siglo II a.C. y dedicada al dios Amón. A lo largo de los siglos, otros gobernantes egipcios pertenecientes a la dinastía ptolemaica, pero también emperadores romanos como Augusto, Trajano o Tiberio, fueron ampliando el templo hasta dotarle de la apariencia que ofrece en la actualidad.

Su emplazamiento, muy cerca de la Plaza de España, invita a contemplar el contraste entre sus milenarios muros y la moderna Torre de Madrid, formando una estampa en la que confluyen pasado y futuro. Al otro lado de sus dos grandes pilonos  se accede a la fachada columnada con capiteles papiriformes, en cuyo lado izquierdo destaca en volumen una estancia rectangular conocida como el mammisi, que en lenguaje copto quiere decir “lugar de nacimiento”. Y es que, según la tradición, en ese lugar es donde la diosa Isis dio a luz a Horus. Sería, pues, una especie de “portal de Belén”, donde la gran diosa madre alumbró al dios halcón, uno de los más importantes del panteón egipcio, identificado con Cristo por presentar no pocas semejanzas con el Mesías del Nuevo Testamento.


Horus: el Mesías egipcio.
Así, Horus es, como Cristo, la luz del mundo, y se le identifica con el sol, el salvador y la verdad. Es llamado “El Ungido”, al igual que Jesús, y su anagrama es KRST, letras que conforman también el sobrenombre del redentor bíblico. La tradición habla de que al nacer le visitaron unos magos que le entregaron valiosas ofrendas, y de que a los doce años asombró con su elocuencia a los escribas de la Casa de la Vida del templo de Ptah, igual que haría Cristo con los doctores en el Templo de Jerusalén. A diferencia de Cristo, Horus tuvo diez discípulos. Pero esta diferencia no hacía sino construir una gran semejanza, ya que diez eran los meses del año egipcio como doce son los del cristiano. Otros parecidos eran cómo entre los milagros de Horus se encontraba el de resucitar a un hombre muerto llamado El-Azar-us (curiosamente similar al Lázaro al que Cristo devolvió a la vida), y cómo él mismo murió y resucitó tras ser enterrado en una tumba más de mil años antes de la historia que cuentan los Evangelios. Mención aparte merece Set, el enemigo principal de Horus y asesino del padre de éste: Osiris. Algunos estudiosos afirman que Set era también llamado Sata, de donde procedería el nombre de Satanás. El enfrentamiento entre Horus y Set había tenido lugar durante cuarenta días... los mismos que pasó Satanás tentando a Cristo en el desierto.

El hogar de los dioses
Alejándonos ya de conjeturas, los hechos son que el templo de Debod (cuyo nombre significa “la casa”) representa al cosmos tal como lo veían los egipcios. Los relieves de la capilla de Adijalamani reflejan los rituales que se llevaban a cabo en el interior del templo, con los dioses purificando al visitante y antes de permitirle acceder a la naos, el lugar más sagrado del edificio, donde sólo el sacerdote tenía acceso. Hoy, en el altar de granito rosado de época ptolemaica, se proyecta la imagen de Amón, como recordatorio de la estatua que en tiempos se veneraba allí. En otras capillas del templo cohabitan aún otros dioses como  Osiris, Hathor... o Min, dios de la fertilidad a quien se representaba con un gran pene erecto que en Debod fue mutilado cuando los cristianos conquistaron el santuario en el siglo VI de nuestra era.

Pero el gran y más desconocido misterio del templo permanece oculto a los ojos del público. A la derecha de la escalera por donde se accede a la terraza superior (hoy cubierta y sede de un pequeño museo) hay una oscura capilla en cuyo muro norte se puede apreciar un grabado circular casi perfecto. Se ha dicho que podría tratarse de un calendario astronómico, un zodiaco, dividido en 12 secciones que servía a los sacerdotes para organizar los rituales. Sin embargo otros egiptólogos consideran que podría tratarse de algo incluso más interesante. Habrá que esperar a que sus conclusiones se hagan públicas, pero todo parece indicar que el templo de Debod aún guarda para sí algunos de sus mayores secretos.

@JaimeAzcárate




viernes, 29 de marzo de 2013

La Isis Dorada

El escritor que narra mis andanzas ha tenido la genial idea de reeditar en formato digital mi primera aventura. Bajo el título de LA ISIS DORADA (publicada originariamente en 2007), cuenta el momento en que entré a formar parte de la prestigiosa revista Arcadia, para lo cual tuve que llevar a cabo un reportaje que puso en peligro mi vida, aunque antes de esta aventura ya lo estaba pasando bastante mal, con graves dificultades para pagar el alquiler de mi buhardilla.

El caso es que me tocó correr, devanarme los sesos, tratar con gentuza muy poco recomendable, engañar a ancianitas desvalidas, repasar mis conocimientos sobre religión egipcia y enfrentarme a trampas mortales urdidas por mentes tan retorcidas como una columna salomónica. Y encima me enamoré como un pringado. ¡Cosas de la vida!

Si queréis saber más, os invito a leer mi aventura completa. Yo no creo que lo haga, pues una de mis numerosas contradicciones consiste en ser un apasionado del pasado pese a no hacer otra cosa que intentar huir de él.

Un abrazo para todos,

Jaime Azcárate

La novela está disponible en:

Amazon.com
Amazon.es

viernes, 3 de agosto de 2012

Miedo a viajar



Sentado en el avión, los nervios me oprimían el estómago con la fuerza de una trampa para osos. Era una mezcla de sensaciones la mar de sorprendente. Me alegraba de poder dejar atrás el instituto, mi casa y a mis padres, de tener una oportunidad de olvidar el dolor que me provocaba la pérdida de mi tortuga Minerva y de poder ver por fin con mis propios ojos los paisajes que tantas veces me había descrito mi tío. Por otro lado sentía algo de miedo, una vez más por cortesía de mi madre. Se había encargado de mantenerme informado de la cantidad de robos, asesinatos, atentados, guerras y secuestros que tenían lugar en aquellas zonas del planeta y aunque no era un adolescente cobarde, sí me consideraba pacífico, y que me encañonaran con una pistola, una metralleta o un tanque no me interesaba lo más mínimo. Y ahora tampoco, pese a que a veces es inevitable.

A mi lado, Harry trataba de tranquilizarme.

—No hagas caso de todo lo que ves en la tele. He estado muchas veces en Egipto y es uno de los países más seguros que conozco.

Quería creerle, pero tuve que recordarle que hacía poco más de un año una bomba había estallado en El Cairo matando a nueve turistas e hiriendo a otros tantos.

—Sí, lo recuerdo —me respondió mirando por la ventanilla—. El atentado en Jan el Jalili, el bazar más grande de El Cairo. Iremos allí a tomar un té uno de estos días.

—¿Allí? —me horroricé—. ¿No es peligroso?

Harry me miró. El azul del cielo se reflejaba en el de sus ojos creando un efecto sedante casi hipnótico.

—Déjame que te pregunte una cosa, Jaime. ¿Tú consideras peligrosa tu casa, tu barrio, tu colegio, el autobús o el metro que coges cada día, el centro comercial donde compras, el cine donde ves películas o la playa donde vas con tu familia de vacaciones?

Lo pensé un momento, pero al final reconocí que no.
         
—Eso quiere decir que en tu ciudad o en tu país te sientes seguro y sin miedo a que te maten, ¿no es así?

         Volví a pensarlo y respondí que más o menos.

         —Y sin embargo —continuó Harry— en España se cometen robos y asesinatos cada día, hay secuestros, atentados y revueltas urbanas, y tristemente forma parte de la lista de países con una organización terrorista activa que mata, extorsiona, secuestra y pone bombas.

         —Sí, pero...

      —Jaime, si vivieras en otro país y cada día te mostraran en televisión las atrocidades que suceden en España, seguro que considerarías que es un lugar peligrosísimo que preferirías no pisar nunca. Con Egipto y el resto de los países ocurre lo mismo. Claro que hay peligro, pero también lo hay en cualquier acera, restaurante o teatro de tu ciudad. El peligro acecha en cada esquina, pero no se puede vivir con pánico. Basta con ser cauteloso y mantener los ojos abiertos en todo momento.

    Sus palabras me hicieron reflexionar y al final tuve que darle la razón. Seguramente en casa o en mi propio instituto había estado en peligro mortal sin darme cuenta más de una vez (y no lo digo por mis padres ni por el bestia de Quicote). Tenía que ser cauteloso y tener los ojos abiertos. 

Con eso sería suficiente.

jueves, 12 de julio de 2012

Preparativos












Mi madre se presentó en casa con un sombrero.

Yo llevaba varios días insistiendo en que en Egipto hacía mucho calor y necesitaría protegerme la cabeza. Indiana Jones jamás emprendía uno de sus viajes a cualquier remoto lugar del mundo sin su magnífico Fedora marrón. Yo lo había visto a la venta en Internet: el auténtico sombrero de Indiana Jones, y en más de una ocasión había estado a punto de comprarlo, pero el precio excedía mi presupuesto, o lo que es lo mismo, la miserable paga semanal que me dan mis padres. Había algunos modelos parecidos en tiendas de ropa especial para viajes y aventuras, y alguna vez, al pasar frente al escaparate, había sugerido a mi madre que uno de esos me vendría bien.

Pero o mi madre no fue capaz de entenderme o me tenía un odio infinito. Sólo así podía explicarse que aquella tarde a las ocho y media llegara a casa con ese sombrero.

—¿Qué... qué es esto? —pregunté cuando lo sacó de la gran bolsa de papel y lo depositó sobre mi cama.

—¿Cómo que qué es? Un sombrero.

—Ya, ya veo que es un sombrero. Pero... ¿qué clase de sombrero?

—Uno para la cabeza, hijo. ¿No me dijiste que necesitabas uno para protegerte del sol?

—Sí, pero... este sombrero no vale.

—¿Cómo sabes que no vale? —preguntó mi madre empezando a enfadarse—. ¡Si ni siquiera te lo has probado!

—No hace falta que me lo pruebe, mamá. Este no es un sombrero para el desierto. Es más bien para... recoger plátanos.

Mi madre me miraba como si fuera tonto, y eso me hacía sentir tonto de verdad, aun cuando sabía que tenía razón.

—¿Para recoger plátanos? ¿Qué tonterías dices?

—O granos de café. Este sombrero es como el del tío ese de Colombia que sale por la tele anunciando café, mamá. No sirve para el desierto.

—¡Pero cómo que no! La chica de la tienda me ha dicho que es especial para el desierto. Mira, esta cinta de fieltro de dentro sirve para que no sudes mucho. Y la paja de la que está hecho es...

—¡Paja! —grité yo indignado. ¿Cómo podía hacer entender a mi madre que era una aberración ir a Egipto con un sombrero de paja? Sería el hazmerreír de todo Oriente Próximo. Seguro que Harry Grey tenía un sombrero de fieltro tan fardón como el de Indy, de esos que por mucho que se ensucien, se vuelen o se caigan al Nilo jamás se deforman. ¿Qué haría yo allí con un sombrero de paja además de parecer un hortera de chiringuito playero?

Intenté convencerla de que podíamos ir a la tienda a cambiarlo por otro, pero ella respondió que la tienda ya estaba cerrada y que si no quería el sombrero que no me lo pusiera pero que a ella no la mareara más. Evidentemente, coloqué el sombrero junto al equipaje para no disgustarla, pero con la idea de comprarme otro más apropiado en cuanto tuviera ocasión. Mi maleta de tela con ruedas estaba a rebosar. Además de ropa de verano y de invierno (aunque estábamos en febrero la temperatura en Egipto era de 40º por el día y podía bajar casi hasta el frío polar por la noche, sobre todo en el desierto) llevaba los libros de mi tío, la novela de Jack London (que, aunque me encantaba, no me acababa ni a tiros), tres o cuatro novelas más, mi navaja suiza multiusos, una vieja brújula, un spray antimosquitos, pastillas contra la diarrea, pastillas contra el mareo, pastillas contra la indigestión, pastillas contra la alergia, mi pasaporte recién expedido en una comisaría del centro, un cuaderno que tuve tiempo de comprar en el Museo Arqueológico antes de que me echaran a patadas y un bolígrafo en el que escribiría todo aquello que durante el viaje me llamara la atención y sirviera para confeccionar el trabajo que me había pedido mi profesora. Ah, y pastillas para la tos.

La fiesta que organicé en mi casa el día antes de la partida no tuvo el éxito de convocatoria esperado. De las diecisiete invitaciones que envié a mis compañeros, sólo obtuve respuesta de nueve, algunos de ellos para decirme que no podrían asistir por motivos que iban entre lo familiar y lo médico. Alfonso asistió, naturalmente, y también Raúl, El Chino, Piña y toda la pandilla friqui del instituto. A Quicote, como es lógico, no le invité, y en cuanto a las chicas no acudieron ni Sheila ni Mónica, pero sí Yolanda Herranz, una chica bajita y simpática con gafas grandes como telescopios que solía insistir en que Sheila estaba loca por mí

—¿Pero cómo no te has dado cuenta aún? —me decía aquella tarde sosteniendo un vaso de Fanta en una mano y un sándwich de mayonesa y lechuga en la otra. En el equipo de música sonaba un recopilatorio de U2—. No hay más que ver cómo te mira.

—Sí, como a un marciano con paperas —contesté yo.

—De eso nada. Se te come con los ojos.

—¿Y por qué no ha venido? Estaba invitada. Y Mónica también.

—Por envidia. Le ha sentado fatal enterarse de que te vas a Egipto en busca de aventuras y no quiere que encima se lo restriegues por las narices el día antes de que te vayas. Además de que tiene que estar muerta de pena.

Aquellas revelaciones me parecían absurdas. Yo nunca he gustado a las chicas, y menos a las chicas guapas como Sheila. Había notado que algunas mujeres me miraban por la calle, pero casi siempre pasaban de los treinta años y lo hacían con simpatía, no con deseo ni nada parecido. Qué chico más majete. Esas cosas. Además, tampoco me cuadraba que Sheila tuviera envidia de mí. A ella no le gustaban los desiertos, las momias ni las pirámides. Era la líder del grupito de las pijas, y a las pijas sólo les gustaba ir a comprarse ropa y hablar de lo bueno que estaba David Parra.

—Mira que eres cegato —me insistía Yolanda—. Ella va de guay por la vida sólo para sentirse aceptada. En realidad todas esas cosas que hacen las pijas a ella no le interesan nada. O al menos antes no le interesaban.

—¿Cómo sabes tanto de ella?

—Porque antes era amiga suya. Hasta que me dio de lado para juntarse con Mónica y las otras. Es una tía muy inteligente, pero le falta personalidad.

Noté que Yolanda me hablaba con franqueza y cierto pesar, y sentí un nudo en la garganta. ¿Sería verdad que la guapa y superficial Sheila era en realidad la guapa e inteligente Sheila con una máscara? ¿Sería cierto que se fijaba en mí y que le hubiera encantado estar en mi pellejo ahora que me disponía a partir de viaje? ¿No había venido a la fiesta por envidia, por pena o por que Mónica y las demás no pensaran que era una pringada que se juntaba con pringados? Mientras me hacía todas estas preguntas vi como, junto a la mesa del salón, Piña y El Chino inventaban un brebaje mezclando la fanta con la cocacola. En el sofá, a grito pelado, Alfonso y Raúl mantenían una lucha virtual a muerte con el Dead now 2 para Atari ST.

Entonces sonó el timbre de la puerta y fui a abrir, preguntándome si mis padres habrían iniciado una de sus eternas discusiones y querían acabarla en casa. Me quedé de piedra. En el umbral estaba Harry Grey, con su blanca sonrisa y su chupa de cuero.

—¿Celebras algo? —preguntó al escuchar la jarana de mi piso. Llevaba una gran bolsa con algo dentro y parecía dudar sobre la conveniencia de seguir allí o marcharse—. ¿Una fiesta de despedida, tal vez? No quisiera molestarte.
         
           —No, no. No molestas. Pasa, por favor.

Pasó, y mis pocos amigos lo recibieron adoptando actitudes diferentes. Piña y El Chino, que seguían haciendo experimentos químicos con las bebidas, lo miraron con curiosidad. Alfonso y Raúl siguieron con su pelea virtual como si nada, y Yolanda lo devoró con los ojos.

—Oh, ¿tú no eres el amigo de Alicia? —preguntó maravillada.

—La conocí el otro día en el museo —respondió Harry con educación—. Tenéis una profesora muy interesante... y muy guapa.

Pina y El Chino comentaron alguna ordinariez antes de atacar la botella de Seven Up para echarle dentro unos panchitos, pero yo me impuse.

—Quiero presentaros a Harry Grey. Es el historiador y colaborador de Worldwide Magazine con quien me voy a Egipto.

Aquello pareció cambiar todo. O casi todo. Yolanda siguió comiéndoselo con los ojos, pero Piña y El Chino abandonaron momentáneamente sus aberrantes mezclas, y Alfonso y Raúl le dieron a la pausa. Pronto brotó en el salón un coro de admiraciones y preguntas dirigidas a mi nuevo compañero. Que si alguna vez había tenido un accidente de avioneta, o si había visto una momia cobrar vida, o si había encontrado el tesoro perdido de los templarios. Las preguntas más inteligentes las hizo Yolanda, más interesada en el trabajo de reportero y en los viajes que en cuestiones esotéricas o legendarias. Harry contestaba con dedicación a cada una de las preguntas y pronto mi fiesta de despedida se convirtió en una agradable reunión en torno a aquel hombre tan interesante.

A eso de las diez de la noche, cuando la velada tocaba a su fin (mis padres iban a llegar en breve y además al día siguiente tenía que madrugar), Harry se levantó del sillón y se palmeó la frente.

—Qué tonto, casi se me olvidaba —dijo cogiendo la bolsa que había traído consigo—. Esto es para ti.

¿Para mí? Recuerdo que me temblaban las piernas cuando abrí la bolsa y saqué de ella una caja de cartón de color aceituna. Y que el corazón me dio un vuelco cuando saqué el objeto que había dentro, envuelto en fino papel marrón. Aquellos días todo estaba siendo increíble, pero aquello batía todos los records. Era un sombrero de fieltro de ala ancha con una cinta trenzada alrededor de la copa.

—Allí donde vamos lo vas a necesitar. Pega mucho el sol.

Me probé el sombrero y me quedaba perfecto. La fiesta acabó, mis padres llegaron y Harry se despidió. Al día siguiente, a las ocho en punto de la mañana, vendría a recogerme.

—No te duermas.

—No, señor —dije.

Tenía toda la noche para pensar un escondite donde dejar el sombrero de paja y no romperle el corazón a mi pobre madre.