Yo llevaba varios días insistiendo
en que en Egipto hacía mucho calor y necesitaría protegerme la cabeza. Indiana Jones jamás emprendía uno de sus viajes a cualquier remoto lugar del mundo
sin su magnífico Fedora marrón. Yo lo había visto a la venta en Internet: el auténtico sombrero de Indiana Jones, y en más de una ocasión había estado a punto de comprarlo, pero
el precio excedía mi presupuesto, o lo que es lo mismo, la miserable paga
semanal que me dan mis padres. Había algunos modelos parecidos en tiendas de
ropa especial para viajes y aventuras, y alguna vez, al pasar frente al escaparate,
había sugerido a mi madre que uno de esos me vendría bien.
Pero
o mi madre no fue capaz de entenderme o me tenía un odio infinito. Sólo así
podía explicarse que aquella tarde a las ocho y media llegara a casa con ese
sombrero.
—¿Qué...
qué es esto? —pregunté cuando lo sacó de la gran bolsa de papel y lo depositó
sobre mi cama.
—¿Cómo
que qué es? Un sombrero.
—Ya,
ya veo que es un sombrero. Pero... ¿qué clase de sombrero?
—Uno
para la cabeza, hijo. ¿No me dijiste que necesitabas uno para protegerte del
sol?
—Sí,
pero... este sombrero no vale.
—¿Cómo
sabes que no vale? —preguntó mi madre empezando a enfadarse—. ¡Si ni siquiera
te lo has probado!
—No
hace falta que me lo pruebe, mamá. Este no es un sombrero para el desierto. Es
más bien para... recoger plátanos.
Mi
madre me miraba como si fuera tonto, y eso me hacía sentir tonto de verdad, aun
cuando sabía que tenía razón.
—¿Para
recoger plátanos? ¿Qué tonterías dices?
—O
granos de café. Este sombrero es como el del tío ese de Colombia que sale por la
tele anunciando café, mamá. No sirve para el desierto.
—¡Pero
cómo que no! La chica de la tienda me ha dicho que es especial para el
desierto. Mira, esta cinta de fieltro de dentro sirve para que no sudes mucho.
Y la paja de la que está hecho es...
—¡Paja!
—grité yo indignado. ¿Cómo podía hacer entender a mi madre que era una
aberración ir a Egipto con un sombrero de paja? Sería el hazmerreír de todo
Oriente Próximo. Seguro que Harry Grey tenía un sombrero de fieltro tan
fardón como el de Indy, de esos que por mucho que se ensucien, se vuelen o se
caigan al Nilo jamás se deforman. ¿Qué haría yo allí con un sombrero de paja
además de parecer un hortera de chiringuito playero?
Intenté
convencerla de que podíamos ir a la tienda a cambiarlo por otro, pero ella
respondió que la tienda ya estaba cerrada y que si no quería el sombrero que no
me lo pusiera pero que a ella no la mareara más. Evidentemente, coloqué el
sombrero junto al equipaje para no disgustarla, pero con la idea de comprarme
otro más apropiado en cuanto tuviera ocasión. Mi maleta de tela con ruedas
estaba a rebosar. Además de ropa de verano y de invierno (aunque estábamos en
febrero la temperatura en Egipto era de 40º por el día y podía bajar casi hasta
el frío polar por la noche, sobre todo en el desierto) llevaba los libros de mi tío, la novela de Jack London (que, aunque me encantaba, no me acababa ni a tiros), tres o cuatro novelas más, mi navaja suiza multiusos, una vieja brújula,
un spray antimosquitos, pastillas contra la diarrea, pastillas contra el mareo,
pastillas contra la indigestión, pastillas contra la alergia, mi pasaporte
recién expedido en una comisaría del centro, un cuaderno que tuve tiempo de
comprar en el Museo Arqueológico antes de que me echaran a patadas y un bolígrafo en el que escribiría todo
aquello que durante el viaje me llamara la atención y sirviera para
confeccionar el trabajo que me había pedido mi profesora. Ah, y pastillas
para la tos.
La
fiesta que organicé en mi casa el día antes de la partida no tuvo el éxito de
convocatoria esperado. De las diecisiete invitaciones que envié a mis
compañeros, sólo obtuve respuesta de nueve, algunos de ellos para decirme que
no podrían asistir por motivos que iban entre lo familiar y lo médico. Alfonso asistió, naturalmente, y también Raúl, El Chino, Piña y toda la pandilla
friqui del instituto. A Quicote, como es lógico, no le invité, y en cuanto a
las chicas no acudieron ni Sheila ni Mónica, pero sí Yolanda Herranz,
una chica bajita y simpática con gafas grandes como telescopios que solía
insistir en que Sheila estaba loca por mí
—¿Pero
cómo no te has dado cuenta aún? —me decía aquella tarde sosteniendo un vaso de Fanta en una mano y un sándwich de mayonesa y lechuga en la otra. En el
equipo de música sonaba un recopilatorio de U2—. No hay más que ver cómo te
mira.
—Sí,
como a un marciano con paperas —contesté yo.
—De
eso nada. Se te come con los ojos.
—¿Y
por qué no ha venido? Estaba invitada. Y Mónica también.
—Por
envidia. Le ha sentado fatal enterarse de que te vas a Egipto en busca de
aventuras y no quiere que encima se lo restriegues por las narices el día antes
de que te vayas. Además de que tiene que estar muerta de pena.
Aquellas
revelaciones me parecían absurdas. Yo nunca he gustado a las chicas, y menos a
las chicas guapas como Sheila. Había notado que algunas mujeres me
miraban por la calle, pero casi siempre pasaban de los treinta años y lo hacían
con simpatía, no con deseo ni nada parecido. Qué chico más majete. Esas cosas.
Además, tampoco me cuadraba que Sheila tuviera envidia de mí. A ella no le
gustaban los desiertos, las momias ni las pirámides. Era la líder del grupito
de las pijas, y a las pijas sólo les gustaba ir a comprarse ropa y hablar de lo bueno que estaba David Parra.
—Mira
que eres cegato —me insistía Yolanda—. Ella va de guay por la vida sólo para
sentirse aceptada. En realidad todas esas cosas que hacen las pijas a ella no
le interesan nada. O al menos antes no le interesaban.
—¿Cómo
sabes tanto de ella?
—Porque
antes era amiga suya. Hasta que me dio de lado para juntarse con Mónica y las
otras. Es una tía muy inteligente, pero le falta personalidad.
Noté
que Yolanda me hablaba con franqueza y cierto pesar, y sentí un nudo en la
garganta. ¿Sería verdad que la guapa y superficial Sheila era en
realidad la guapa e inteligente Sheila con una máscara? ¿Sería cierto
que se fijaba en mí y que le hubiera encantado estar en mi pellejo ahora que me
disponía a partir de viaje? ¿No había venido a la fiesta por envidia, por pena
o por que Mónica y las demás no pensaran que era una pringada que se juntaba
con pringados? Mientras me hacía todas estas preguntas vi como, junto a la mesa
del salón, Piña y El Chino inventaban un brebaje mezclando la fanta con
la cocacola. En el sofá, a grito pelado, Alfonso y Raúl mantenían una lucha
virtual a muerte con el Dead now 2 para Atari ST.
Entonces
sonó el timbre de la puerta y fui a abrir, preguntándome si mis padres habrían
iniciado una de sus eternas discusiones y querían acabarla en casa. Me quedé de
piedra. En el umbral estaba Harry Grey, con su blanca sonrisa y su chupa de
cuero.
—¿Celebras
algo? —preguntó al escuchar la jarana de mi piso. Llevaba una gran bolsa con
algo dentro y parecía dudar sobre la conveniencia de seguir allí o marcharse—.
¿Una fiesta de despedida, tal vez? No quisiera molestarte.
—No, no. No molestas. Pasa, por
favor.
Pasó,
y mis pocos amigos lo recibieron adoptando actitudes diferentes. Piña y El
Chino, que seguían haciendo experimentos químicos con las bebidas, lo
miraron con curiosidad. Alfonso y Raúl siguieron con su pelea virtual como si
nada, y Yolanda lo devoró con los ojos.
—Oh,
¿tú no eres el amigo de Alicia? —preguntó maravillada.
—La
conocí el otro día en el museo —respondió Harry con educación—. Tenéis una
profesora muy interesante... y muy guapa.
Pina
y El Chino comentaron alguna ordinariez antes de atacar la botella de
Seven Up para echarle dentro unos panchitos, pero yo me impuse.
—Quiero
presentaros a Harry Grey. Es el historiador y colaborador de Worldwide
Magazine con quien me voy a Egipto.
Aquello
pareció cambiar todo. O casi todo. Yolanda siguió comiéndoselo con los ojos,
pero Piña y El Chino abandonaron momentáneamente sus aberrantes mezclas,
y Alfonso y Raúl le dieron a la pausa. Pronto brotó en el salón un coro de
admiraciones y preguntas dirigidas a mi nuevo compañero. Que si alguna vez
había tenido un accidente de avioneta, o si había visto una momia cobrar vida,
o si había encontrado el tesoro perdido de los templarios. Las preguntas más
inteligentes las hizo Yolanda, más interesada en el trabajo de reportero y en
los viajes que en cuestiones esotéricas o legendarias. Harry contestaba con
dedicación a cada una de las preguntas y pronto mi fiesta de despedida se
convirtió en una agradable reunión en torno a aquel hombre tan interesante.
A
eso de las diez de la noche, cuando la velada tocaba a su fin (mis padres iban
a llegar en breve y además al día siguiente tenía que madrugar), Harry se
levantó del sillón y se palmeó la frente.
—Qué
tonto, casi se me olvidaba —dijo cogiendo la bolsa que había traído consigo—.
Esto es para ti.
¿Para
mí? Recuerdo que me temblaban las piernas cuando abrí la bolsa y saqué de ella
una caja de cartón de color aceituna. Y que el corazón me dio un vuelco cuando
saqué el objeto que había dentro, envuelto en fino papel marrón. Aquellos días
todo estaba siendo increíble, pero aquello batía todos los records. Era un
sombrero de fieltro de ala ancha con una cinta trenzada alrededor de la copa.
—Allí
donde vamos lo vas a necesitar. Pega mucho el sol.
Me
probé el sombrero y me quedaba perfecto. La fiesta acabó, mis padres llegaron y
Harry se despidió. Al día siguiente, a las ocho en punto de la mañana, vendría
a recogerme.
—No
te duermas.
—No,
señor —dije.
Tenía
toda la noche para pensar un escondite donde dejar el sombrero de paja y no
romperle el corazón a mi pobre madre.
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