viernes, 3 de agosto de 2012

Miedo a viajar



Sentado en el avión, los nervios me oprimían el estómago con la fuerza de una trampa para osos. Era una mezcla de sensaciones la mar de sorprendente. Me alegraba de poder dejar atrás el instituto, mi casa y a mis padres, de tener una oportunidad de olvidar el dolor que me provocaba la pérdida de mi tortuga Minerva y de poder ver por fin con mis propios ojos los paisajes que tantas veces me había descrito mi tío. Por otro lado sentía algo de miedo, una vez más por cortesía de mi madre. Se había encargado de mantenerme informado de la cantidad de robos, asesinatos, atentados, guerras y secuestros que tenían lugar en aquellas zonas del planeta y aunque no era un adolescente cobarde, sí me consideraba pacífico, y que me encañonaran con una pistola, una metralleta o un tanque no me interesaba lo más mínimo. Y ahora tampoco, pese a que a veces es inevitable.

A mi lado, Harry trataba de tranquilizarme.

—No hagas caso de todo lo que ves en la tele. He estado muchas veces en Egipto y es uno de los países más seguros que conozco.

Quería creerle, pero tuve que recordarle que hacía poco más de un año una bomba había estallado en El Cairo matando a nueve turistas e hiriendo a otros tantos.

—Sí, lo recuerdo —me respondió mirando por la ventanilla—. El atentado en Jan el Jalili, el bazar más grande de El Cairo. Iremos allí a tomar un té uno de estos días.

—¿Allí? —me horroricé—. ¿No es peligroso?

Harry me miró. El azul del cielo se reflejaba en el de sus ojos creando un efecto sedante casi hipnótico.

—Déjame que te pregunte una cosa, Jaime. ¿Tú consideras peligrosa tu casa, tu barrio, tu colegio, el autobús o el metro que coges cada día, el centro comercial donde compras, el cine donde ves películas o la playa donde vas con tu familia de vacaciones?

Lo pensé un momento, pero al final reconocí que no.
         
—Eso quiere decir que en tu ciudad o en tu país te sientes seguro y sin miedo a que te maten, ¿no es así?

         Volví a pensarlo y respondí que más o menos.

         —Y sin embargo —continuó Harry— en España se cometen robos y asesinatos cada día, hay secuestros, atentados y revueltas urbanas, y tristemente forma parte de la lista de países con una organización terrorista activa que mata, extorsiona, secuestra y pone bombas.

         —Sí, pero...

      —Jaime, si vivieras en otro país y cada día te mostraran en televisión las atrocidades que suceden en España, seguro que considerarías que es un lugar peligrosísimo que preferirías no pisar nunca. Con Egipto y el resto de los países ocurre lo mismo. Claro que hay peligro, pero también lo hay en cualquier acera, restaurante o teatro de tu ciudad. El peligro acecha en cada esquina, pero no se puede vivir con pánico. Basta con ser cauteloso y mantener los ojos abiertos en todo momento.

    Sus palabras me hicieron reflexionar y al final tuve que darle la razón. Seguramente en casa o en mi propio instituto había estado en peligro mortal sin darme cuenta más de una vez (y no lo digo por mis padres ni por el bestia de Quicote). Tenía que ser cauteloso y tener los ojos abiertos. 

Con eso sería suficiente.

jueves, 12 de julio de 2012

Preparativos












Mi madre se presentó en casa con un sombrero.

Yo llevaba varios días insistiendo en que en Egipto hacía mucho calor y necesitaría protegerme la cabeza. Indiana Jones jamás emprendía uno de sus viajes a cualquier remoto lugar del mundo sin su magnífico Fedora marrón. Yo lo había visto a la venta en Internet: el auténtico sombrero de Indiana Jones, y en más de una ocasión había estado a punto de comprarlo, pero el precio excedía mi presupuesto, o lo que es lo mismo, la miserable paga semanal que me dan mis padres. Había algunos modelos parecidos en tiendas de ropa especial para viajes y aventuras, y alguna vez, al pasar frente al escaparate, había sugerido a mi madre que uno de esos me vendría bien.

Pero o mi madre no fue capaz de entenderme o me tenía un odio infinito. Sólo así podía explicarse que aquella tarde a las ocho y media llegara a casa con ese sombrero.

—¿Qué... qué es esto? —pregunté cuando lo sacó de la gran bolsa de papel y lo depositó sobre mi cama.

—¿Cómo que qué es? Un sombrero.

—Ya, ya veo que es un sombrero. Pero... ¿qué clase de sombrero?

—Uno para la cabeza, hijo. ¿No me dijiste que necesitabas uno para protegerte del sol?

—Sí, pero... este sombrero no vale.

—¿Cómo sabes que no vale? —preguntó mi madre empezando a enfadarse—. ¡Si ni siquiera te lo has probado!

—No hace falta que me lo pruebe, mamá. Este no es un sombrero para el desierto. Es más bien para... recoger plátanos.

Mi madre me miraba como si fuera tonto, y eso me hacía sentir tonto de verdad, aun cuando sabía que tenía razón.

—¿Para recoger plátanos? ¿Qué tonterías dices?

—O granos de café. Este sombrero es como el del tío ese de Colombia que sale por la tele anunciando café, mamá. No sirve para el desierto.

—¡Pero cómo que no! La chica de la tienda me ha dicho que es especial para el desierto. Mira, esta cinta de fieltro de dentro sirve para que no sudes mucho. Y la paja de la que está hecho es...

—¡Paja! —grité yo indignado. ¿Cómo podía hacer entender a mi madre que era una aberración ir a Egipto con un sombrero de paja? Sería el hazmerreír de todo Oriente Próximo. Seguro que Harry Grey tenía un sombrero de fieltro tan fardón como el de Indy, de esos que por mucho que se ensucien, se vuelen o se caigan al Nilo jamás se deforman. ¿Qué haría yo allí con un sombrero de paja además de parecer un hortera de chiringuito playero?

Intenté convencerla de que podíamos ir a la tienda a cambiarlo por otro, pero ella respondió que la tienda ya estaba cerrada y que si no quería el sombrero que no me lo pusiera pero que a ella no la mareara más. Evidentemente, coloqué el sombrero junto al equipaje para no disgustarla, pero con la idea de comprarme otro más apropiado en cuanto tuviera ocasión. Mi maleta de tela con ruedas estaba a rebosar. Además de ropa de verano y de invierno (aunque estábamos en febrero la temperatura en Egipto era de 40º por el día y podía bajar casi hasta el frío polar por la noche, sobre todo en el desierto) llevaba los libros de mi tío, la novela de Jack London (que, aunque me encantaba, no me acababa ni a tiros), tres o cuatro novelas más, mi navaja suiza multiusos, una vieja brújula, un spray antimosquitos, pastillas contra la diarrea, pastillas contra el mareo, pastillas contra la indigestión, pastillas contra la alergia, mi pasaporte recién expedido en una comisaría del centro, un cuaderno que tuve tiempo de comprar en el Museo Arqueológico antes de que me echaran a patadas y un bolígrafo en el que escribiría todo aquello que durante el viaje me llamara la atención y sirviera para confeccionar el trabajo que me había pedido mi profesora. Ah, y pastillas para la tos.

La fiesta que organicé en mi casa el día antes de la partida no tuvo el éxito de convocatoria esperado. De las diecisiete invitaciones que envié a mis compañeros, sólo obtuve respuesta de nueve, algunos de ellos para decirme que no podrían asistir por motivos que iban entre lo familiar y lo médico. Alfonso asistió, naturalmente, y también Raúl, El Chino, Piña y toda la pandilla friqui del instituto. A Quicote, como es lógico, no le invité, y en cuanto a las chicas no acudieron ni Sheila ni Mónica, pero sí Yolanda Herranz, una chica bajita y simpática con gafas grandes como telescopios que solía insistir en que Sheila estaba loca por mí

—¿Pero cómo no te has dado cuenta aún? —me decía aquella tarde sosteniendo un vaso de Fanta en una mano y un sándwich de mayonesa y lechuga en la otra. En el equipo de música sonaba un recopilatorio de U2—. No hay más que ver cómo te mira.

—Sí, como a un marciano con paperas —contesté yo.

—De eso nada. Se te come con los ojos.

—¿Y por qué no ha venido? Estaba invitada. Y Mónica también.

—Por envidia. Le ha sentado fatal enterarse de que te vas a Egipto en busca de aventuras y no quiere que encima se lo restriegues por las narices el día antes de que te vayas. Además de que tiene que estar muerta de pena.

Aquellas revelaciones me parecían absurdas. Yo nunca he gustado a las chicas, y menos a las chicas guapas como Sheila. Había notado que algunas mujeres me miraban por la calle, pero casi siempre pasaban de los treinta años y lo hacían con simpatía, no con deseo ni nada parecido. Qué chico más majete. Esas cosas. Además, tampoco me cuadraba que Sheila tuviera envidia de mí. A ella no le gustaban los desiertos, las momias ni las pirámides. Era la líder del grupito de las pijas, y a las pijas sólo les gustaba ir a comprarse ropa y hablar de lo bueno que estaba David Parra.

—Mira que eres cegato —me insistía Yolanda—. Ella va de guay por la vida sólo para sentirse aceptada. En realidad todas esas cosas que hacen las pijas a ella no le interesan nada. O al menos antes no le interesaban.

—¿Cómo sabes tanto de ella?

—Porque antes era amiga suya. Hasta que me dio de lado para juntarse con Mónica y las otras. Es una tía muy inteligente, pero le falta personalidad.

Noté que Yolanda me hablaba con franqueza y cierto pesar, y sentí un nudo en la garganta. ¿Sería verdad que la guapa y superficial Sheila era en realidad la guapa e inteligente Sheila con una máscara? ¿Sería cierto que se fijaba en mí y que le hubiera encantado estar en mi pellejo ahora que me disponía a partir de viaje? ¿No había venido a la fiesta por envidia, por pena o por que Mónica y las demás no pensaran que era una pringada que se juntaba con pringados? Mientras me hacía todas estas preguntas vi como, junto a la mesa del salón, Piña y El Chino inventaban un brebaje mezclando la fanta con la cocacola. En el sofá, a grito pelado, Alfonso y Raúl mantenían una lucha virtual a muerte con el Dead now 2 para Atari ST.

Entonces sonó el timbre de la puerta y fui a abrir, preguntándome si mis padres habrían iniciado una de sus eternas discusiones y querían acabarla en casa. Me quedé de piedra. En el umbral estaba Harry Grey, con su blanca sonrisa y su chupa de cuero.

—¿Celebras algo? —preguntó al escuchar la jarana de mi piso. Llevaba una gran bolsa con algo dentro y parecía dudar sobre la conveniencia de seguir allí o marcharse—. ¿Una fiesta de despedida, tal vez? No quisiera molestarte.
         
           —No, no. No molestas. Pasa, por favor.

Pasó, y mis pocos amigos lo recibieron adoptando actitudes diferentes. Piña y El Chino, que seguían haciendo experimentos químicos con las bebidas, lo miraron con curiosidad. Alfonso y Raúl siguieron con su pelea virtual como si nada, y Yolanda lo devoró con los ojos.

—Oh, ¿tú no eres el amigo de Alicia? —preguntó maravillada.

—La conocí el otro día en el museo —respondió Harry con educación—. Tenéis una profesora muy interesante... y muy guapa.

Pina y El Chino comentaron alguna ordinariez antes de atacar la botella de Seven Up para echarle dentro unos panchitos, pero yo me impuse.

—Quiero presentaros a Harry Grey. Es el historiador y colaborador de Worldwide Magazine con quien me voy a Egipto.

Aquello pareció cambiar todo. O casi todo. Yolanda siguió comiéndoselo con los ojos, pero Piña y El Chino abandonaron momentáneamente sus aberrantes mezclas, y Alfonso y Raúl le dieron a la pausa. Pronto brotó en el salón un coro de admiraciones y preguntas dirigidas a mi nuevo compañero. Que si alguna vez había tenido un accidente de avioneta, o si había visto una momia cobrar vida, o si había encontrado el tesoro perdido de los templarios. Las preguntas más inteligentes las hizo Yolanda, más interesada en el trabajo de reportero y en los viajes que en cuestiones esotéricas o legendarias. Harry contestaba con dedicación a cada una de las preguntas y pronto mi fiesta de despedida se convirtió en una agradable reunión en torno a aquel hombre tan interesante.

A eso de las diez de la noche, cuando la velada tocaba a su fin (mis padres iban a llegar en breve y además al día siguiente tenía que madrugar), Harry se levantó del sillón y se palmeó la frente.

—Qué tonto, casi se me olvidaba —dijo cogiendo la bolsa que había traído consigo—. Esto es para ti.

¿Para mí? Recuerdo que me temblaban las piernas cuando abrí la bolsa y saqué de ella una caja de cartón de color aceituna. Y que el corazón me dio un vuelco cuando saqué el objeto que había dentro, envuelto en fino papel marrón. Aquellos días todo estaba siendo increíble, pero aquello batía todos los records. Era un sombrero de fieltro de ala ancha con una cinta trenzada alrededor de la copa.

—Allí donde vamos lo vas a necesitar. Pega mucho el sol.

Me probé el sombrero y me quedaba perfecto. La fiesta acabó, mis padres llegaron y Harry se despidió. Al día siguiente, a las ocho en punto de la mañana, vendría a recogerme.

—No te duermas.

—No, señor —dije.

Tenía toda la noche para pensar un escondite donde dejar el sombrero de paja y no romperle el corazón a mi pobre madre.

jueves, 5 de julio de 2012

Interludio en Rapa Nui


Hola, soy Jaime Azcárate y estoy contandoos cómo tuvo lugar mi primera aventura en Egipto cuando tenía 16 años.

La semana pasada no pude publicar en el blog porque tuve que marcharme de viaje a la Isla de Pascua para investigar la verdad sobre los moais, las gigantescas esculturas que fueron descubiertas en la isla allá por el siglo XVIII y de las cuales aún no se sabe qué representan, cuál era su función ni cómo fueron levantadas.


Tras una discusión en Facebook con unos amigos sobre las probabilidades de que esto fuera verdad, mi jefa Laura Rodríguez me puso en un avión para que fuera allí y trajera información de primera mano sobre este misterio que, de confirmarse, podría desbaratar las teorías sobre el origen de la Humanidad, ya que supondría que los moais de Pascua son mucho más antiguos de lo que se supone.

El caso es que he estado allí y, aunque me pese decirlo, la noticia es un fake como el templo de Luxor. Ninguno de los moais tiene la altura que esos medios les atribuyen, y el único jeroglífico que he visto fue en el aeropuerto, en una revista de pasatiempos, entre el sudoku y la sopa de letras.

Sí es interesante la teoría de que los moais pudieron llegar a su ubicación actual "caminando", tal como intentaron demostrar en un experimento publicado hace poco por National Geographic. Pero todos aquellos que se frotaban las manos esperando encontrar la conexión definitiva entre las culturas antiguas de nuestro planeta y la Atlántida o los extraterrestres tendrán que esperar un poco más.

Lástima.




En fin, que la semana que viene os cuento más cositas de mi primera viaje a Egipto, que no se me olvida. Ahora voy a ducharme para quitarme la carbonilla.

Besos y abrazos,

@JaimeAzcárate

viernes, 22 de junio de 2012

Miedo a volar


Me iba a Egipto con Harry Grey, un periodista explorador y aventurero. Y por más que me mentalizaba, no podía creerlo.

A pesar de nuestras charlas telefónicas diarias, yo cada vez me sentía más inquieto. Uno de los motivos fue la indignación de mi amigo Alfonso porque me iba a perder el maratón de videojuegos que llevábamos meses planeando. Aunque cuando le expliqué el motivo aseguró alegrarse mucho por mí, lo cierto fue que le hice una faena.

La otra razón por la cual no podía conciliar el sueño era la idea de tener que viajar en avión. A ver, no era tan gallina. Ya había montado en avión, y recordaba que la experiencia me gustó. La emoción del despegue, cuando las ruedas se separan del suelo y empiezas a subir y a subir, y aquello parece no acabar nunca, y miras por la ventanilla y ves el mundo como cuando miras un mapa, y te baila el estómago, el píloro, la riñonada, y piensas que vas a echar la pota de un momento a otro y a llenar todo de vómito como Gordi en el cine o Terry Jones en El sentido de la vida. Eso fue soportable. Lo que no me gustó tanto fue la cagalera que agarré al llegar a Palma de Mallorca. No sé si fueron los nervios, la comida del avión o las turbulencias (que hubo pocas pero hubo), pero estuve un par de días casi sin poder salir del baño. Eso traumatiza a cualquiera, y la idea de volver a subirme a un avión para viajar a un lugar tan lejano y exótico como Egipto me provocaba cierta intranquilidad en el estómago.


Como no podía dormir, por las noches releía los libros de mi tío Felipe. Aquellas palabras escritas tantos años antes sonaban en mi cabeza con su voz grave y serena, como si las estuviera pronunciando para mí. De vez en cuando cerraba el libro y miraba la fotografía de la solapa. En todos era la misma. Una foto en blanco y negro de mi tío sonriendo ante una de las tres famosas pirámides, con pantalones cortos, camisa de explorador y un sombrero de tela calado hasta los ojos. Llevaba en la mano un bastón sobre el que se apoyaba con naturalidad y se le veía tan feliz como siempre le recordaré. Y eso que creo que él sólo era feliz en tres ocasiones: cuando estaba por ahí explorando ruinas, cuando se sentaba ante sus cuadernos a escribir con todo detalle sus aventuras y descubrimientos... y cuando venía a contármelos a mí y yo le escuchaba con fascinación y la boca abierta. Otros niños esperaban la visita de sus tíos o sus abuelos porque solían traerles chucherías. A mí el mío me traía historias tan dulces como el mejor de los caramelos y tan exóticas como una tonelada de chicles de piña.

En sus historias primero y después en sus libros me enteré de que en aquel lejano país llamado Egipto había florecido una de las más misteriosas civilizaciones de la Historia (a mi tío le gustaba escribirlo así, con mayúscula). Gentes que habían vivido cinco mil años antes que nosotros y que habían sido capaces de crear un gran imperio, dominar las técnicas agrícolas, la navegación, y que habían erigido gigantescos monumentos como la gran esfinge o las pirámides, llenos de misterios muchos de los cuales aún estaban por desvelarse. 


Sabía que los egipcios creían en la vida detrás de la muerte, que momificaban a sus muertos para garantizarles una existencia en el Más Allá, que vivían, trabajaban y morían bajo el auspicio de enigmáticos dioses, mitad humanos mitad animales, como Horus, Anubis o Ra. De todas las civilizaciones antiguas, la egipcia era quizá la que más estimulaba la imaginación, y de hecho una de las salas más populares del Museo Arqueológico era la dedicada a Egipto, con sus momias humanas y también de halcones, gatos y cocodrilos. 

Fue un gran pueblo en el que convivía la magia con la ciencia, el poder real de los faraones con la voluntad del pueblo, la vida con la muerte... y los vestigios de todo aquello se alzaban aún sobre las arenas de aquel país en el que yo iba a poner los pies en menos de una semana. ¡Era sencillamente increíble!

En clase me dedicaba a fardar, y aunque la mayoría de mis compañeros no lo demostraban, yo sé que en el fondo les corroía la envidia. Era cierto que envidiaban más el hecho de que fuera a saltarme los exámenes que el viaje en sí, pero la envidia estaba allí y eso me hacía disfrutar.

Entonces, justo un día antes de marcharme, ocurrió la pesadilla.

Pero os dejo con las ganas hasta la próxima entrada del blog.

jueves, 14 de junio de 2012

Generaciones alternas


Las noches que siguieron fueron las más largas de toda mi vida, con la excepción de la que relataré más adelante. En contra de todos mis pronósticos y esperanzas, mis padres me sorprendieron aceptando la idea de Alicia y el doctor Queraltó, aunque no faltaron las discusiones.

—Está bien, Adela. Que se vaya. Así a lo mejor se le pasa la tontería.

—¿Qué tontería? Al niño le vendrá bien ver mundo. Seguir los pasos de su tío. Eso es lo que ha dicho el psicólogo.

—Ver mundo, ver mundo... ¿Eso qué tiene de bueno? El mundo ya no se ve, Adela. Ahora todo está en los documentales y las revistas. Acuérdate de nuestro viaje de novios. En esa época todo era distinto, hacía ilusión viajar, te sorprendías. Hoy sin embargo no hay nada que sorprenda porque lo hemos visto todo en la tele.

—¿Nuestro viaje de novios, Fernando? ¡Pero si fuimos a Baracaldo, a casa de tus padres!

—¡Ya, bueno, pero no lo conocíamos! ¿O sí? En cambio manda a un chaval de los de ahora a Baracaldo y verás lo que te dice. ¿Tengo razón o no?

Mi padre es un hombre raro. Su interés por la Historia Antigua y las civilizaciones perdidas se reduce a lo que cuentan los libros. En la práctica le da miedo hasta ir a comprar el pan, por si le atracan. Algún viaje ha hecho, casi siempre por trabajo, y lo ha disfrutado. Pero en cuanto vuelve a casa, decide que como allí, en  ningún lado, y cuesta un riñón volver a sacarlo. Que se lo pregunten a mi madre.

Mientras tanto yo experimentaba una especie de emoción parecida a la ansiedad como no había sentido nunca. Estaba seguro de que quería acompañar a Harry Grey a Egipto, a escribir con él ese reportaje sobre la tumba recién encontrada por un equipo de compatriotas míos. Me apetecía conocer aquel lugar tan exótico con el que mi tío había alimentado mis sueños de infancia. Pero al mismo tiempo, no sabía si estaba listo para una aventura así.  ¿Y si me picaba un escorpión, me mordía una cobra o me comía un cocodrilo? Os recuerdo que en mis ejercicios de supervivencia he tenido que comerme toda clase de bichos, pero todos reunían dos condiciones: 1) No eran venenosos, y 2) Eran más pequeños que yo. Vamos, que no me veía defendiéndome de un cocodrilo a bocados.


Tales eran mis inquietudes, y una mañana no pude evitar llamar a Harry Grey por teléfono para compartirlas con él.

—Tranquilo, Jaime. No hay ningún peligro que no se pueda prevenir. Ésa es la esencia de la aventura. El que busca el peligro pierde la vida. Pero el verdadero aventurero no es un loco temerario, sino alguien que tiene a su disposición las claves para sortear cualquier adversidad y sabe ponerlas en práctica en el momento adecuado.

Miré hacia la pared y tuve la impresión de que Indy asentía con la cabeza desde el póster.

Hazle caso, chaval. Sabe de lo que habla.

A continuación Harry dijo una frase que me dejó pegado al borde de la cama.

—Todo eso tu tío lo sabía mejor que nadie. Lo llevas en los genes, Jaime, así que no tengas miedo.

—¿Co... conocías a mi tío?

—La verdad es que nunca había oído hablar de él hasta que lo nombró Alicia —Hizo una pausa, y el breve silencio pareció ocultar la verdadera naturaleza de su cita con mi profesora—. Luego estuve investigando y me pareció un hombre con una vida fascinante. Para ser un aficionado publicó algunos libros muy bien considerados en el mundillo.

—Pero no tanto dentro de su familia. Mi madre siempre pensó que era una mala influencia para mí. Y mi padre tres cuartos de lo mismo.

—Eso siempre pasa. Los Grey también somos de generaciones alternas. Mi abuelo era un fanático de la historia y la arqueología. Sin embargo mi padre salió urbanita y adicto a la Bolsa. Hay veces que la herencia genética no nos viene de los padres sino de los abuelos. O, como en tu caso, de los tíos abuelos. 

—Mi padre es catedrático de Historia —dije—. En una de sus investigaciones conoció a mi tío Felipe, se hicieron amigos y acabó casándose con su hermana. O sea, con mi madre.

—¿Y se llevaban bien? Tu tío y tu padre, digo.

—Se tragaban, pero eran muy diferentes. Mi padre lo buscaba todo en los libros, mientras que mi tío, en cuanto reunía un poco de dinero, se iba a dar una vuelta por el mundo.

—¿Y tú a quién te pareces?

Me encogí de hombros, incapaz de contestar a esa pregunta. 

Aunque supuse que era precisamente la cuestión a la que el viaje ideado por Alicia, el Dr. Queraltó y Harry Grey pretendía hallar respuesta.