viernes, 11 de mayo de 2012

Primera persona (II)

La semana pasada les dije que esto iba de arte, historia, viajes, tumbas, templos y cosas polvorientas. Es cierto.


Pero antes de iniciar nuestro periplo por esos apasionantes temas, permítanme que les cuente algunas cosas sobre mi vida. De ese modo podrán comprender mejor el espíritu de este blog y qué llevó a un chico aparentemente normal a preferir una vida inquieta, y por lo general bastante incómoda, a una pacífica existencia doméstica.

Vine al mundo un 10 de octubre de 1978 mientras mis padres disfrutaban de un crucero por el Mediterráneo. Fue más o menos a la altura de Alejandría donde yo, un simple nonato, sentí por primera vez la llamada de la civilización egipcia. Y es seguramente esta la causa de que me adelantara dos semanas a la fecha prevista para mi nacimiento. Egipto me llamó, mi madre rompió aguas sobre el Mare Nostrum y yo acudí. Desde entonces, no he dejado de hacerlo cada vez que he oído su reclamo (el de Egipto, no el de mi madre).




Lo de la Historia, el Arte y esas cosas me viene de familia. Mi padre, el profesor de Historia Antigua Fernando Azcárate, da clases en la Universidad Complutense de Madrid desde el año 70. Y mi madre, Adela Ruiz, es profesora de instituto y antigua modelo de pasarela, aunque esto no le gusta que lo diga (sorry, mamá). Por tanto, de mi padre heredé la curiosidad y el interés por el pasado, mientras que mi madre me dejó una espesa mata de pelo negro que, a estas edades, a punto de cumplir 34 años, es un legado la mar de agradecido. Lo único malo es que, como soy poco amigo de ir a la peluquería, no hay forma humana de encasquetarme el sombrero. En fin, que mis escapadas las hago a pelo. Qué se le va a hacer.

Mis padres están casados, situación que, por resultar atípica en estos tiempos que corren, me acompleja relativamente. Oh, claro que soy feliz de que el matrimonio de mis padres haya sobrevivido a las últimas tres décadas; pero a veces me inquieta la posibilidad de que, algún día, me den la noticia de que se separan. Lo cierto es que prefiero no pensar en ello porque, aunque el tiempo ha ido amoldando sus vidas a una suerte de estática rutina, son felices.



Viven en un amplio piso de la calle Arturo Soria, rodeados de esculturas, vasijas y cosas raras, y se entregan a sus pasiones (papá, la lectura; mamá, su catálogo semanal de actividades culturales) con envidiable entusiasmo.

Tienen también una hija: Paula, mi hermana, quince meses menor que yo, casada, responsable y con un trabajo estable como administrativa en un bufete de abogados. Es organizada, realista y tiene los dos pies en el suelo. Muy hogareña, aspira a ser madre. Todo lo contrario que yo, que a lo máximo que aspiro es a ser tío. Y más que nada porque no me van a dar la opción de negarme.

Hasta aquí mi entorno familiar. El próximo día les cuento cómo fueron mis años de colegio y el día que me enfrenté al cachas de la clase porque se subió a la Bicha de Balazote durante una excursión al Museo Arqueológico Nacional. Ya adelanto que me puso la cara como un pan, pero no me arrepiento lo más mínimo. Y la Bicha tampoco.


(CONTINUARÁ...)

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