No
soy un tipo violento, os lo puedo asegurar.
La
simple mención de la palabra “paliza” ya me pone enfermo. La sangre me gusta
dentro del cuerpo, no fuera; odio el crujir de los huesos, y un ojo morado me
parece lo más antiestético que existe. Pero la experiencia me ha enseñado que algunos problemas no se pueden solucionar hablando ni huyendo de ellos. La primera vez que tuve conciencia de esto fue una mañana de primavera del año 93 en la que Alicia Velamazán, la profesora de Historia, nos llevó de visita al Museo Arqueológico Nacional.
Ya había ido al museo otras veces, primero de enano con mi abuelo y luego con mi padre. Desde siempre el sitio me fascinaba. Lo que
para muchos de mis compañeros era un edificio rancio lleno de cosas viejas y
aburridas, a mí se me antojaba un lugar alucinante, en el que cada pieza, cada
vasija y cada momia contaba una historia diferente. Sólo había que saber
escuchar y aquellas cosas te hablaban.
A
pesar de que por entonces ya era un tío pacífico, siempre había tenido claro que no dudaría en
defenderme si alguien trataba de hacerme daño a mí o a la gente a la que
quiero. Pero de ahí a enredarme en una pelea a puñetazos con el cachas de clase
para defender a un monstruo de más de dos mil años con cuerpo de toro y cabeza
humana había un trecho.
Esto
ocurrió porque Quicote llevaba toda la mañana tocándome las pelotas.
—¡Mira, Azcárate! —me provocaba aplastando su boca contra una vitrina y
soplando hasta que se le inflaban los mofletes como a un pez globo. Luego,
viendo mi cara de disgusto, estallaba en risotadas. Llevaba así desde que
habíamos llegado. Se había apoyado en un altar romano, le había puesto los
cuernos con la mano a una diosa fenicia, y ahora se empeñaba en cubrir aquel
cristal con el apestoso vaho de su boca.
Como
además de no violento era también no chivato, reprimí el impulso de ir con el
cuento a Alicia, que en aquellos momentos estaba rodeada por el resto de
alumnos de mi clase, tratando de explicarles el origen de una gran torre de
piedra que se alzaba en mitad de la sala.
—Esta tumba
fue construida en el siglo cuarto antes de Cristo por los Iberos, uno de los
primeros pueblos que habitaron en España —explicaba con su habitual
seriedad. Alicia era una mujer joven y agradable, algunos decían que hasta
guapa, pero la línea de su boca siempre estaba recta, como si tuviera alergia a
sonreír. Era muy buena profesora, pero se concentraba mucho en sus
explicaciones, y por eso no se daba cuenta de las burradas de Quicote—. Fue
encontrada en un pueblo de Albacete llamado Pozo Moro y por eso se la conoce
como Tumba de Pozo Moro.
—Qué
original —oí que ironizaba Sheila Duarte, la más guapa de clase,
mientras su alma gemela, Mónica, dejaba escapar una risita y una pompa de
chicle.
Mientras
tanto yo intentaba seguir las explicaciones de Alicia. Iba a levantar la mano
para preguntar si los cuatro animales de piedra que decoraban las esquinas de
la tumba eran leones o lobos cuando Quicote volvió a provocarme.
—Chs, chs —hacía como
una rueda pinchada— Eh, eh... Azcárate. Mira esto.
Me
giré sin ganas y vi cómo, desde la sala contigua, Quicote hacía gestos obscenos mientras acercaba su ancha carota a la Dama de Elche, un busto de mujer que
constituía una de las obras maestras del arte ibero, y simulaba darle
lametones.
Aunque la Dama estaba protegida por una vitrina de cristal, aquello
fue superior a mi resistencia. Con pesar, abandoné el grupo y me acerqué a
Quicote, preguntándome dónde se habrían metido los vigilantes de seguridad del
museo que permitían que aquel tarado fuera por ahí a su aire, deshonrando con su
conducta todas las obras de arte que veía. La duda quedó resuelta cuando, al
otro lado de la sala, junto a la puerta principal, vi a un hombre de uniforme charlando animadamente con otro compañero mientras se tapaba con las manos
la entrepierna y a continuación daba una patada al aire. En seguida capté que
acababa de escenificar un penalti.
Entonces recordé que la noche anterior había
habido Madrid – Barça y, en esas circunstancias, era demasiado presuntuoso
pedir a los trabajadores que trabajaran. En fin, que me di la vuelta para
decirle a Quicote a las claras que eso que estaba haciendo era más propio de
monos que de personas cuando descubrí que el cachas de mi compañero ya no
estaba allí.
Por
un momento me alegré, considerando la posibilidad de que la Dama de Elche le
hubiera fulminado con el poder de los siglos, pero sabía que, por desgracia,
aquello no era posible. Así que le busqué en la sala siguiente y lo que vi me
dejó horrorizado.
Quicote
se había quitado la parte de arriba del chándal y con ella estaba toreando a la
Bicha de Balazote, una escultura ibera mitad toro mitad hombre que era uno de
los tesoros de aquella sección del museo. Ante mi mirada, ya de por sí
aterrada, Quicote hizo algo más horrible aún. Cuando se cansó de torear al pobre
bicho de piedra, se sentó sobre él y empezó a menearse adelante y atrás,
haciendo giros con un brazo en alto como si estuviera en un rodeo del salvaje
oeste.
Aquella
atrocidad me hizo hervir la sangre. En mi imaginación me acerqué a Quicote, le
puse la mano en el pecho y con la mirada entornada le ordené:
—Tú, gilipollas. Baja de ahí ahora mismo.
Pero
en la realidad las cosas fueron algo distintas. Di dos temblorosos pasos,
vacilé un momento y creo que acerté a tartamudear:
—A
Alicia vas.
Entonces
el terror se adueñó de mí. No sé si he dicho ya que Quicote era más alto que yo
y el doble de ancho. También más bestia, por lo que un gesto bruto suyo
equivalía a doce o trece de los míos, lo que dejaba claro que no era buena idea
provocarlo, ofenderlo o insultarlo. Y mucho menos amenazarlo.
Quicote
sabía de mi respeto por el arte, la historia y la naturaleza; una convicción personal a la que
él solía referirse como “cosa de mariquitas”. Por eso, en vez de responder a mi
ultimátum bajándose de la bicha y partiéndome la cara, lo que hizo fue aumentar
la violencia de sus convulsiones a los lomos de la estatua, sabiendo que de ese
modo me haría mucho más daño que con un simple guantazo. En una de esas, la
bicha se inclinó tanto hacia delante que pareció que Quicote iba a salir
despedido. La sola idea de imaginar aquella escultura milenaria hecha añicos
por culpa del tipo más bestia que me había echado a la cara me nubló la razón.
Así que hice algo tan impropio de mí como coger a Quicote de la pechera y darle
un puñetazo en los morros.
Fue
como pegar a la bicha. Mis nudillos crujieron (¡aún lo recuerdo como si fuera ayer!) y sólo
conseguí que Quicote se enfureciera hasta el punto de lanzarse sobre mí y
hacerme rodar por el suelo mientras sus manazas se volvían locas por
estrangularme, destrozarme la cara o todo al mismo tiempo. En esos momentos de
acción y confusión me pareció ver varias cosas. Primero vi que todo el grupo se
disolvía en torno a Alicia y acudía corriendo al lugar de los golpes para
quitarme a ese bestiajo de encima. Luego vi a Alicia mirándonos con expresión de
sorpresa y enfado. Lo más curioso es que éste parecía ir dirigido hacia mí,
algo que quedó corroborado cuando, con su habitual seriedad, me regañó:
—Jaime Azcárate. ¿Qué está pasando aquí?
¿Jaime Azcárate?
¿Por qué Jaime Azcárate, si yo era la pobre víctima inocente a manos de aquel matón con
chándal? ¿Que había hecho esta vez? ¿No veía que aquel animal intentaba
matarme? Es cierto que a veces he dado problemas y me he metido en algún que
otro lío (siempre por una buena causa), pero en aquella ocasión saltaba a la
vista que yo era el perjudicado de la tragedia, no el causante.
Mientras
algunos de mis compañeros tiraban de la camiseta de Quicote para apartarlo de
mí, pude ver cómo en la sala de al lado, la dedicada a la Hispania Romana, un hombre de unos treinta años me miraba con una expresión que en aquel momento no supe describir
(intentad describir algo mientras os dibujan un mapa en la cara y veréis que no
es tan fácil). Era un tipo alto, con el pelo rubio y largo por encima de los
hombros, barba de tres días y una cazadora color caqui.
Ya digo que no pude adivinar el significado exacto
de su mirada, pero desde luego no era de reproche ni de enfado como la de
Alicia. Era una mirada intensa y a la vez tranquila, que iba acompañada por una
media sonrisa. Llamadme loco, pero tuve la sensación de que aquel tipo estaba
disfrutando con la escena.
Cuando
por fin me vi libre del ataque de Quicote, tuve que enfrentarme a la implacable bronca de Alicia Velamazán.
—Jaime Azcárate y Enrique Faraco —dijo sin
alteración en su voz, refiriéndose a mí y a Quicote respectivamente—. Salid
fuera del museo y esperadnos en el jardín, junto a las esfinges. Ya tendré
luego unas palabritas con vosotros.
Alguien
del grupo sugirió que tal vez no fuera buena idea dejarnos solos, ya que
podríamos volver a las andadas y matarnos mutuamente, pero Alicia
vio en la sugerencia un intento de escaqueo de la visita al museo, así que
insistió en que el resto del grupo la siguiera mientras nosotros esperábamos en
la calle.
Antes
de salir a la escalinata flanqueada por esfinges que precedía la puerta del
museo, me pude fijar en que el rubio desconocido de la chupa caqui se acercó
a Alicia y le dijo algunas palabras. Reconozco que sentí un pequeño pinchazo de
celos cuando mi profesora se tocó la melena en un gesto de coquetería
mientras sonreía por primera vez en todo el curso, o en toda su vida.
Entendedme, no eran celos porque me gustara Alicia. Eran celos porque yo nunca,
jamás, desde que tenía uso de razón, había conseguido que una chica me sonriera así.
Tampoco me pasó desapercibido el hecho de que Sheila y Mónica empezaran a
babear literal y metafóricamente ante los gestos de aquel tipo.
En aquel momento no
podía saberlo... -ni me importaba demasiado, ya que de mi nariz había empezado a
manar un hilillo de sangre que procedí a detener con la ayuda de un kleenex-, pero aquel desconocido que parecía estar cachondeándose de mí, cambiaría mi vida para siempre.
Quicote aprovechó las circunstancias, me dio una colleja y se largó del museo
silbando algo de Roxette mientras yo me sentaba en uno de los
escalones y esperaba a detener mi hemorragia al solecito de la calle Serrano al
tiempo que mi cerebro intentaba anticipar la escena que se viviría en mi casa
un par de horas después.
(CONTINUARÁ...)
Toma "coitus interruptus..."
ResponderEliminarNo es "interruptus". Es "pospuestus" ;-)
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