jueves, 17 de mayo de 2012

Lucha por el honor... ¡de un monstruo!


No soy un tipo violento, os lo puedo asegurar.

La simple mención de la palabra “paliza” ya me pone enfermo. La sangre me gusta dentro del cuerpo, no fuera; odio el crujir de los huesos, y un ojo morado me parece lo más antiestético que existe. Pero la experiencia me ha enseñado que algunos problemas no se pueden solucionar hablando ni huyendo de ellos. La primera vez que tuve conciencia de esto fue una mañana de primavera del año 93 en la que Alicia Velamazán, la profesora de Historia, nos llevó de visita al Museo Arqueológico Nacional.


Ya había ido al museo otras veces, primero de enano con mi abuelo y luego con mi padre.  Desde siempre el sitio me fascinaba. Lo que para muchos de mis compañeros era un edificio rancio lleno de cosas viejas y aburridas, a mí se me antojaba un lugar alucinante, en el que cada pieza, cada vasija y cada momia contaba una historia diferente. Sólo había que saber escuchar y aquellas cosas te hablaban.

A pesar de que por entonces ya era un tío pacífico, siempre había tenido claro que no dudaría en defenderme si alguien trataba de hacerme daño a mí o a la gente a la que quiero. Pero de ahí a enredarme en una pelea a puñetazos con el  cachas de clase para defender a un monstruo de más de dos mil años con cuerpo de toro y cabeza humana había un trecho.

Esto ocurrió porque Quicote llevaba toda la mañana tocándome las pelotas.

—¡Mira, Azcárate! me provocaba aplastando su boca contra una vitrina y soplando hasta que se le inflaban los mofletes como a un pez globo. Luego, viendo mi cara de disgusto, estallaba en risotadas. Llevaba así desde que habíamos llegado. Se había apoyado en un altar romano, le había puesto los cuernos con la mano a una diosa fenicia, y ahora se empeñaba en cubrir aquel cristal con el apestoso vaho de su boca.

Como además de no violento era también no chivato, reprimí el impulso de ir con el cuento a Alicia, que en aquellos momentos estaba rodeada por el resto de alumnos de mi clase, tratando de explicarles el origen de una gran torre de piedra que se alzaba en mitad de la sala.


Esta tumba fue construida en el siglo cuarto antes de Cristo por los Iberos, uno de los primeros pueblos que habitaron en España explicaba con su habitual seriedad. Alicia era una mujer joven y agradable, algunos decían que hasta guapa, pero la línea de su boca siempre estaba recta, como si tuviera alergia a sonreír. Era muy buena profesora, pero se concentraba mucho en sus explicaciones, y por eso no se daba cuenta de las burradas de Quicote. Fue encontrada en un pueblo de Albacete llamado Pozo Moro y por eso se la conoce como Tumba de Pozo Moro.

Qué original oí que ironizaba Sheila Duarte, la más guapa de clase, mientras su alma gemela, Mónica, dejaba escapar una risita y una pompa de chicle.


Mientras tanto yo intentaba seguir las explicaciones de Alicia. Iba a levantar la mano para preguntar si los cuatro animales de piedra que decoraban las esquinas de la tumba eran leones o lobos cuando Quicote volvió a provocarme.

Chs, chs —hacía como una rueda pinchada— Eh, eh... Azcárate. Mira esto.

Me giré sin ganas y vi cómo, desde la sala contigua, Quicote hacía gestos obscenos mientras acercaba su ancha carota a la Dama de Elche, un busto de mujer que constituía una de las obras maestras del arte ibero, y simulaba darle lametones. 



Aunque la Dama estaba protegida por una vitrina de cristal, aquello fue superior a mi resistencia. Con pesar, abandoné el grupo y me acerqué a Quicote, preguntándome dónde se habrían metido los vigilantes de seguridad del museo que permitían que aquel tarado fuera por ahí a su aire, deshonrando con su conducta todas las obras de arte que veía. La duda quedó resuelta cuando, al otro lado de la sala, junto a la puerta principal, vi a un hombre de uniforme charlando animadamente con otro compañero mientras se tapaba con las manos la entrepierna y a continuación daba una patada al aire. En seguida capté que acababa de escenificar un penalti. 

Entonces recordé que la noche anterior había habido Madrid – Barça y, en esas circunstancias, era demasiado presuntuoso pedir a los trabajadores que trabajaran. En fin, que me di la vuelta para decirle a Quicote a las claras que eso que estaba haciendo era más propio de monos que de personas cuando descubrí que el cachas de mi compañero ya no estaba allí.

Por un momento me alegré, considerando la posibilidad de que la Dama de Elche le hubiera fulminado con el poder de los siglos, pero sabía que, por desgracia, aquello no era posible. Así que le busqué en la sala siguiente y lo que vi me dejó horrorizado.

Quicote se había quitado la parte de arriba del chándal y con ella estaba toreando a la Bicha de Balazote, una escultura ibera mitad toro mitad hombre que era uno de los tesoros de aquella sección del museo. Ante mi mirada, ya de por sí aterrada, Quicote hizo algo más horrible aún. Cuando se cansó de torear al pobre bicho de piedra, se sentó sobre él y empezó a menearse adelante y atrás, haciendo giros con un brazo en alto como si estuviera en un rodeo del salvaje oeste.


Aquella atrocidad me hizo hervir la sangre. En mi imaginación me acerqué a Quicote, le puse la mano en el pecho y con la mirada entornada le ordené:

—Tú, gilipollas. Baja de ahí ahora mismo.

Pero en la realidad las cosas fueron algo distintas. Di dos temblorosos pasos, vacilé un momento y creo que acerté a tartamudear:

—A Alicia vas.

Entonces el terror se adueñó de mí. No sé si he dicho ya que Quicote era más alto que yo y el doble de ancho. También más bestia, por lo que un gesto bruto suyo equivalía a doce o trece de los míos, lo que dejaba claro que no era buena idea provocarlo, ofenderlo o insultarlo. Y mucho menos amenazarlo.

Quicote sabía de mi respeto por el arte, la historia y la naturaleza; una convicción personal a la que él solía referirse como “cosa de mariquitas”. Por eso, en vez de responder a mi ultimátum bajándose de la bicha y partiéndome la cara, lo que hizo fue aumentar la violencia de sus convulsiones a los lomos de la estatua, sabiendo que de ese modo me haría mucho más daño que con un simple guantazo. En una de esas, la bicha se inclinó tanto hacia delante que pareció que Quicote iba a salir despedido. La sola idea de imaginar aquella escultura milenaria hecha añicos por culpa del tipo más bestia que me había echado a la cara me nubló la razón. Así que hice algo tan impropio de mí como coger a Quicote de la pechera y darle un puñetazo en los morros.

Fue como pegar a la bicha. Mis nudillos crujieron (¡aún lo recuerdo como si fuera ayer!) y sólo conseguí que Quicote se enfureciera hasta el punto de lanzarse sobre mí y hacerme rodar por el suelo mientras sus manazas se volvían locas por estrangularme, destrozarme la cara o todo al mismo tiempo. En esos momentos de acción y confusión me pareció ver varias cosas. Primero vi que todo el grupo se disolvía en torno a Alicia y acudía corriendo al lugar de los golpes para quitarme a ese bestiajo de encima. Luego vi a Alicia mirándonos con expresión de sorpresa y enfado. Lo más curioso es que éste parecía ir dirigido hacia mí, algo que quedó corroborado cuando, con su habitual seriedad, me regañó:

           —Jaime Azcárate. ¿Qué está pasando aquí?

¿Jaime Azcárate? ¿Por qué Jaime Azcárate, si yo era la pobre víctima inocente a manos de aquel matón con chándal? ¿Que había hecho esta vez? ¿No veía que aquel animal intentaba matarme? Es cierto que a veces he dado problemas y me he metido en algún que otro lío (siempre por una buena causa), pero en aquella ocasión saltaba a la vista que yo era el perjudicado de la tragedia, no el causante.

Mientras algunos de mis compañeros tiraban de la camiseta de Quicote para apartarlo de mí, pude ver cómo en la sala de al lado, la dedicada a la Hispania Romana, un hombre de unos treinta años me miraba con una expresión que en aquel momento no supe describir (intentad describir algo mientras os dibujan un mapa en la cara y veréis que no es tan fácil). Era un tipo alto, con el pelo rubio y largo por encima de los hombros, barba de tres días y una cazadora color caqui.

Ya digo que no pude adivinar el significado exacto de su mirada, pero desde luego no era de reproche ni de enfado como la de Alicia. Era una mirada intensa y a la vez tranquila, que iba acompañada por una media sonrisa. Llamadme loco, pero tuve la sensación de que aquel tipo estaba disfrutando con la escena.

Cuando por fin me vi libre del ataque de Quicote, tuve que enfrentarme a la implacable bronca de Alicia Velamazán.

—Jaime Azcárate y Enrique Faraco dijo sin alteración en su voz, refiriéndose a mí y a Quicote respectivamente. Salid fuera del museo y esperadnos en el jardín, junto a las esfinges. Ya tendré luego unas palabritas con vosotros.

Alguien del grupo sugirió que tal vez no fuera buena idea dejarnos solos, ya que podríamos volver a las andadas y matarnos mutuamente, pero Alicia vio en la sugerencia un intento de escaqueo de la visita al museo, así que insistió en que el resto del grupo la siguiera mientras nosotros esperábamos en la calle.

Antes de salir a la escalinata flanqueada por esfinges que precedía la puerta del museo, me pude fijar en que el rubio desconocido de la chupa caqui se acercó a Alicia y le dijo algunas palabras. Reconozco que sentí un pequeño pinchazo de celos cuando mi profesora se tocó la melena en un gesto de coquetería mientras sonreía por primera vez en todo el curso, o en toda su vida. Entendedme, no eran celos porque me gustara Alicia. Eran celos porque yo nunca, jamás, desde que tenía uso de razón, había conseguido que una chica me sonriera así. Tampoco me pasó desapercibido el hecho de que Sheila y Mónica empezaran a babear literal y metafóricamente ante los gestos de aquel tipo. 

En aquel momento no podía saberlo... -ni me importaba demasiado, ya que de mi nariz había empezado a manar un hilillo de sangre que procedí a detener con la ayuda de un kleenex-, pero aquel desconocido que parecía estar cachondeándose de mí, cambiaría mi vida para siempre. 

Quicote aprovechó las circunstancias, me dio una colleja y se largó del museo silbando algo de Roxette mientras yo me sentaba en uno de los escalones y esperaba a detener mi hemorragia al solecito de la calle Serrano al tiempo que mi cerebro intentaba anticipar la escena que se viviría en mi casa un par de horas después.

(CONTINUARÁ...)

2 comentarios: